En recuerdo del conde de Sert - Margarita G. Euras
Conocí al Conde de Sert siendo todavía una niña y, la verdad, no reparé demasiado en aquel hombrecillo que, según mi madre, amaba mucho a los animales. Con los años, acabé militando fervorosamente en sus filas y colaborando estrechamente con él. Siempre conté con su apoyo. Cuando bajaba del Refugio del Tibidabo donde intentaba mejorar un poco la suerte de los «asilados», me recibía siempre con alegría. Yo olía terriblemente a pis de gato y otros perfumes poco reconfortantes pero él me acogía ceremoniosamente como si fuese arreglada para una fiesta.
Su casa-palacio de la Avenida del Tibidabo, en Barcelona, me seducía. En el gran vestíbulo campeaba un gran mural de Josep Maria Sert, su tío, pintor al que siempre he admirado por su lograda conjunción de elementos miquelangélicos y goyescos, con trazos fantásticos de Gustavo Doré. Luego me tropezaba con algún que otro gato privilegiado que habitaba la casa, procedente del refugo privado de animales que mantenía en el parque; no en óptimas condiciones precisamente. Las malas lenguas atribuían el mal estado de aquel albergue a la poca afición del aristócrata a gastar dinero pero también hacían correr la voz de que él, de verdad, no quería a los animales y contaban ridiculas anécdotas que caían por su propio peso. Y es que la imaginación de ciertas personas afiliadas —no se por qué motivo— a las protectoras de animales, no tiene límite. En aquellos tiempos me sorprendió la frase con que «el conde» — así se le conocía entre las huestes de la sociedad que presidía— inició sus confidencias: «el enemigo más grande de los animales pueden ser ciertos proteccionistas». Con el tiempo le di la razón.
El día que los protectores dejen de formar bandos y descalificar a otros protectores por diversidad de opiniones o personalismos intransigentes, los animales saldrán altamente beneficiados. Pero, por lo visto, éste es un mal endémico muy difícil de erradicar. Al pobre conde lo zarandeaban de un lado para otro y en las juntas generales sólo faltaba que elementos incontrolados lo hubieran manteado como a Sancho Panza. Sin embargo, después de acusarle de un sinfín de delitos, acababan gritando indefectiblemente: «¡Viva el conde!» mientras le aplaudían con frenético entusiasmo. Así, fue nombrado presidente vitalicio de la sociedad.
Francisco Sert poseía una personalidad contradictoria. Inteligente, reiterativo en la exposición de sus ideas, sensible, desorganizado, poco acertado en la elección de ciertas personas que le rodeaban, amable con todos los que se le acercaban. Y siempre dispuesto a ayudar si se trataba de hacer algo por los animales. Tuvo durante muchos años una novia guapa y de ideas parecidas a las suyas y acabó casándose con una anciana norteamericana por motivos que nadie logró dilucidar. Admirador profundo de su hermano Josep Lluis, famosísimo arquitecto afincado en los Estados Unidos y militante en bando político contrario. Porque «el conde» sólo criticaba a Franco cuando le tocaban la fibra sensible: «no quiere nada a los animales, pero ¡nada!. Y ¡qué burla del destino! Mi patrono es San Francisco de Sales y el suyo nada menos de ¡San Francisco de Asis! Nos cambiaron los santos...».
¡Pobre conde! Con sus ideas extrañas, sus planes inviables, y sus conversaciones telefónicas que los últimos tiempos, a causa de su enfermedad, ¡se convertían en un pesadilla!... Tenía sus defectos, como todos, pero quería mucho a los animales y se batió bravamente por la causa. Gracias a su constante inquietud y a su nombre, se empezaron a abrir las puertas al proteccionismo y se obtuvieron privilegios de los que su querida «Liga» aún goza hoy en día. Es justo que recordemos su memoria con respeto, todos los que somos amantes de los que no pueden hablar. Fue muy tierno con ellos. Por ello obtuvo medallas en el extranjero y en Barceona se le rindió un merecido homenaje.
Cuando murió, confieso que lloré. Pensé que los seres indefensos de esta tierra perdían a su mejor amigo.
Aunque no pudo realizar su ilusión de dejar una fundación que continuara su obra en la línea de sus ideales, su huella en la consolidación de la protección a los animales en España es imborrable. Yo le recuerdo con mucho cariño; la verdad.
Fiel hasta el último momento a sus sentimientos; cuando murió quiso que lo enterraran con el hábito franciscano, quizás es un póster homenaje al santo que no le tocó por patrono, por error. Si hay otro mundo, pienso que sus conversaciones con el «Poverello» de Asis deben ser interminables.
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