
Toros y sus tristes verdades
Santiago Esteras Gil a lo largo de su vida ha luchado con la razón de su siempre lógicos y respetuosos argumentos para intentar convencer a la gente del mundo del toro de lo equivocado de su actitud. Sus libros «Toros y sus Tristes Verdades» y «Lección Antitaurina», todavía en plena actualidad, han sido los únicos contactos posibles sobre esta temática en una época difícil para el bienestar animal dominada íntegramente por el aparato taurófilo.
Las cosas, las ideas y las acciones de los hombres encierran, en si, una o más verdades objetivas, consustanciales con ellas, que tienen existencia propia y que son independientes de la apreciación que nos merezcan. Lo que sucede es que a veces se alzan nuestras conveniencias o nuestros prejuicios contra tales verdades y tratan de enmascararlas con una niebla de torpes razones y de maliciosos sofismas. Asomémonos a una plaza de toros y observemos las lamentables escenas que en la misma se desarrollan: Empezaremos por ver el triste grupo formado por un toro acometiendo a un caballo montado por un picador. El toro ha sido enfurecido por el hombre, que lo ha tenido encerrado, lo ha alejado de su medio natural y le ha clavado el arponcillo que sujeta la enseña de su ganadería. El espinazo del caballo es recorrido por espasmos de terror. El picador está cargado todo el peso de su cuerpo sobre la herida que está abriendo el acero de la pica y de la que no tarda en brotar la sangre a borbotones. Otra escena: vemos al toro mortalmente herido: lleva prendidos en sus lomos unos instrumentos de tormento y le han clavado el estoque. El animal, guiado por su instinto, se dirige hacia la barrera alejándose del centro a donde le han llevado con engaños y en el que se cernía el peligro en todas direcciones. La sangre que brota de sus heridas va dejando un reguero rojizo en el suelo.
En otra escena vemos a unos espectadores vociferando a un pobre muchacho —el torero—, con cuya actitud pueden inducir a éste, a llevar a cabo una acción temeraria y sin control que origine una grave cogida.
Y ante la contemplación de estas secuencias que se desarrollan, con carácter normal, en una plaza de toros, surge la idea de la verdad objetiva que las mismas encieran: que se trata de un espectáculo reñido con el sentimiento y con el respeto que el espectador se debe a si mismo. Pero vienen las conveniencias, vienen los prejuicios y tratan de encubrir dicha verdad con un manto de torpes y sofisticadas razones.
La ilustre escritora Fernán Caballero, dice en una de sus publicaciones: «Os laváis las manos diciendo que el torero se presta voluntariamente. ¡No, no! ¡Que no se adormezca la conciencia en ese subterfugio! ¡No! Si no pagaseis con vuestro oro, si no animaseis con vuestros embriagadores aplausos a esos hombres no habría toreros. ¿Decís que sois diez mil? ¡Inválida disculpa!, puesto que la sangre de un hombre se compone de bastantes gotas, para que manche cada una de las monedas que habéis dado para costear ese sacrificio humano...».
¿Habéis visto cosa más triste que la agonía de un toro en el ruedo? ¡Allí está la pobre víctima: su cuerpo vacilante se dirige hacia la barrera, porque su instinto de conservación le aconseja reducir el campo desde el que le llueven todas las acechanzas..., su lomo está teñido por la sangre que le brota de sus heridas; lleva clavados unos instrumentos de tormento que la maldad del hombre dispuso en forma de arpón para que no se desprendieran de sus laceradas carnes. Lleva clavada la espada que en sus movimientos rasga las visceras del animal. Se ha parado. El animal, parpadea para ahuyentar de sus pobres ojos el mareo que quieren llevarle unos capotes que le tienden... Brama angustiado y dolorido. Son unos broncos sonidos que salen de una garganta que arde en sed por la pérdida de sangre... Abre sus vacilantes extremidades buscando una mayor base de sustentación, porque sabe que si cae, está irremisiblemente perdido.
Piensan absurdamente los partidarios de las corridas, que los toros tienen menos sensibilidad que el hombre y que otros animales superiores. Cuando el cuerpo de este animal es el asiento de una inmensa red nerviosa, que sufre ante una herida, ante una gravedad y ante los rigores del clima. Obsérvese como el ganado vacuno tiene tan desarrollada su sensibilidad, que cuando una mosca se les posa en el cuerpo, procuran espantarla con el rabo o con movimientos nerviosos de la piel. ¡Yo os suplico aficionados españoles a la fiesta de los toros, que en uno de esos momentos en que vuestras almas se encuentran consigo mismas, penséis en la atormentada agonía del toro de lidia!
La belleza, la virilidad y el desprecio a la muerte, tan consustanciales con la psicología y la historia del pueblo español, tienen más altos móviles y fundamentos ante Dios y ante la responsabilidad colectiva de la patria, que la gracia, la valentía y la diversión del toreo. El ruedo es un bullicioso matadero colorista, una edición de aquellos circos romanos que vituperamos tanto, una sucia y alegre carnicería, donde el asesino, que muchos llevan en el subconsciente, se desahoga ante la visión de la carne rasgada de un ser que siente y que padece, sea hombre o animal, insultando siempre al torero porque no se «arrima», contemplando con morbosa complacencia la agonía del cornúpeto.
No hay paliativos, ni excusas, ni pretextos: ni la tradición, ni las mantillas, ni las coplas, ni las mujeres morenas, ni los brindis, ni la música, ni el «paseillo». Se trata de una horrible mueca celtibérica de la muerte más estúpida y gratuita. Detrás del deslumbrante oropel aparece la verdad descarnada y trágica. Una verdad que los necios, los exalados y los ignorantes quieren idenficar con España. En cuanto al arte, sólo se puede poner al servicio de causas elevadas y así no cabe hablar: de bellos crímenes, ni de roos artísticos, ni de hermosas calumnias.
Es demasiado cómodo dividir a los animales en racionales e irracionales echando, a los que no son hombre a la charca de un despreciativo irracionalismo. Suelen decir algunos: Es justo reconocer una razón elemental y estancada en los animales superiores; pero en el hombre no solamente existe la razón, sino también el sentimiento que se manifiesta en una forma: de admiración de la belleza. No sé si una vaca sabrá comprender la belleza de un hermoso crepúsculo, pero lo que si diré, es que en cuestión de sentimientos afectivos podemos recibir a veces los humanos lecciones de algunos animales. En el sentimiento más sublime: el de la maternidad, hay animales superiores, que podrían enseñar a ciertas madres modernas para quiénes los hijos son algo así como tumores autónomos. El sentimiento de la maternidad trueca a dos animales tan asustadizos como la gallina y la coneja, en dos seres capaces de desplegar heroísmo en defensa de sus proles.
El sentimiento de la caridad triunfa también en el reino animal. Yo he conocido el caso de un perro de caza que estaba atado y en régimen de ayuno por prescripicón de un veterinario y al que un «lulú» alimentaba con mendrugos que robaba. Los periódicos nos traen noticias de perras que amamantan cariñosamente a corderos y gatitos. En cierta ocasión vi una fotografía en la que una gata amamantaba a una cría de rata.
Y luego, ¡qué amor y qué lealtad de algunos animales hacia el hombre! He oído referir una escena que es conocida y que se ha repetido en varias ocasiones: Un toro estaba sufriendo el martirio de la lidia. De pronto un rayo de esperanza ilumina su pobre corazón. Acaba de oir una voz que le trae el recuerdo de su dehesa: ¡es la voz del mayoral! El animial con la mansedumbre de un cordero acude hacia donde ha sonado la voz. Allí está el mayoral detrás de la barrera. ¿Qué le diría el pobre animal si pudiera hablar? ¡Mé están martirizando! ¡tengo sed! ¡una sed abrasadora! ¡quiero salir! ¿Qué le diría el pobre animal si pudiera hablar y viera que el martirio continúa y que el mayoral no puede, o no quiere, hacer nada para salvarlo?
Hay algunos aficionados que en defensa de su posición razonan de la siguiente manera: ¿Acaso no es mejor vivir tres o cuatro años a su albedrio y terminar en veinte minutos, o media hora, de lucha, que tener una existencia de ocho o diez años de trabajo rudo y humillante y terminar por fin, de un golpe de puntilla en un matadero o bajo los efectos de una enfermedad? El razonamiento me parece poco convincente. Para que lo fuera, sería necesario que el toro tuviera facultad de contestar y nos dijera su propio parecer. Con tal forma de razonar se podría decir a los jóvenes: ¿No es mejor que os muráis ahora que sólo conocéis de la vida la faz placentera del amor, de unas facultades pletóricas, de la despreocupación respecto al porvenir..., que más adelante cuando estéis apesumbrados por los problemas de vuestra casa, preocupados por el porvenir de vuestros hijos, por las taras orgánicas o morales de los mismos, por la inseguridad de vuestros medios de vida...? ¿Acaso no conocéis la frase: «Los elegidos de los Dioses mueren jóvenes»? La gente joven nos contestaría a este respecto que podrá ser cierto; pero que quieren dejar para más adelante sus relaciones con las pompas fúnebres. En el caso trágico de que un joven apuñale a otro, cabría pensar en que el criminal alivió a la víctima de todos los pesares de la edad adulta y de la vejez. Con la forma de razonar de algunos aficionados, se de bería pedir para dicho criminal, ni una condena, sino una condecora ción no inferior a la Cruz de Bene ficiencia: ¡Es muy bonito cuando si trata de los demás, el animarles di ciéndoles que vale más morir arro gantes de pie, que vivir de rodillas Pero la verdad es que a lo largo de la historia, las Numancias y los Saguntos, no han pasado de medií docena. Lo que dicta el instinto de conservación y la inteligencia es que llo primero es vivir y lo de vivir de pie o de rodillas, es un extremo a di lucidar más tarde.
Qué papel tan simpático se adjudica, en el gran teatro de la humanidad, a los poetas y cronistas que cantan las glorias de los pueblos ) qué papel tan antipático, e incluso peligroso, el de los censores que fustigan sus defectos y sus vicios; perc las naciones necesitan de unos y de otros! Los individuos y las colectividades, necesitan de la voz estimulativa que elogie sus virtudes, SUÍ buenos comportamientos, sus sacrificios..., pero necesitan, en otras ocasiones, de la voz del censor que les haga saber que se conducen pot unos derroteros equivocados y que es forzoso enderezar los pasos. La cultura actual del pueblo español exige solamente que se le haga caer en la cuenta de lo que es la fiesta de los toros, en relación con la moral de las costumbres españolas y con el prestigio que se merece nuestra patria.
Ong ADDA -Octubre/Diciembre 1990
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