Diálogo del toro y el torero - Dionisio Giménez
CUANDO apareció el morlaco en el ruedo, el público soltó una exclamación que hizo tambalear el sopor de aquella tarde de agosto. ¡Ya sabe Dios que no era para menos! Aquél toro bravío hacía honor a su nombre: Tempestad. Lo más representativo de la furia española estaba allí. Parecía tan demoledor como un huracán negro, tan incisivo y temerario como un cataclismo de acero.
En el centro de la Plaza, el torero apareció encorsetado como una muñeca Barbie entre los aplausos y vítores del respetable que este domingo se había dado cita para presenciar una de las corridas más esperadas de la temporada taurina. El sol era de justicia, por supuesto, la arena estaba caliente, como es de rigor, y el ruedo lucía sus mejores galas, como corresponde al ritual de la Fiesta Nacional. En los tendidos, bajo la sombra, destacaban las autoridades locales y una nutrida representación del Gobierno.
El matador y el toro se miraron a los ojos. El animal le dijo:
-O sea, vamos a ver, ¿tú eres quién me va a matar?
-Sí, pero más tarde. Ahora tengo que saludar a la multitud que ha venido a ver al Niño de la Estocá, el torero más grande der mundo, que soy yo, por si no sabías. Te queda algo así como una hora de vida, chispa más o menos.
-Y, ¿por qué te has vestido así?
-Es un ritual ancestral, filosofía, cultura, arte en suma, para la gloria de la tauromaquia.
-¿Te puedes mover con soltura?
-Hombre, pues ahora que lo dices, hay tradiciones que aprietan, francamente.
-Ves a pelo como yo. Libérate de las tradiciones. Sé tú mismo, hombre... ¿Acaso careces de personalidad?
-No, en forma alguna. Sería una indecencia que un torero careciese de algo. Además hoy es Fiesta Nacional. Están las primeras autoridades en el palco de honor, por esta razón mi moña está sujeta con cinta de oro.
Mayor desatino es matar al prójimo ante las autoridades, que deberían ejercer su buen criterio para prohibirlo, precisamente.
-Oye, ¿no serás tú de esos cursis de la Asociación para la Defensa de los Animales?
-No, yo soy la víctima.
-Siempre te podrás lucir. Pasarás a la historia como un toro de fina estampa. Seguro que tendrás mucha muerte, eso se nota. Busca el lado positivo de las cosas.
-Eso ya lo he heredado de mi familia: los bóvidos. Los toros somos así de nacimiento. Pero tú, aparte de no tener personalidad, que esperas con este espectáculo?
-¡Aplausos! ¡Dinero! ¡La gloria para el arte más antiguo de la España cañí!, entrevistas en Tele Seis.
-Estás muy anticuado, torero. Ahora la agresividad no es tan esperpéntica, no forma parte de un ejercicio de exorcización colectiva, sino del cálculo refinado. Los valores son los de la Bolsa, los que triunfan lo hacen desde las atalayas de los consejos de administración. Tú eres residuo de la caspa nacional.
-¡El arte no morirá nunca!
-¿Arte? ¡Maldita sea el arte que se nutre de la muerte! Mejor sería que te dedicaras a la literatura.
-Yo no tengo la culpa de que seas un perdedor nato. También me puedes matar tú, es un riesgo.
-La diferencia es que tú has sido entrenado para acabar conmigo desde que te parieron, yo en cambio no. Mis padres me educaron para retozar bajo la luna de los campos y predios de Andalucía, en la libertad. Hay muchas canciones sobre mí. ¿No has oido aquella de la luna y el toro?
-Me suena.
-Bueno, pues ya no habrá ni toro ni luna, ni na de na.
-Cosas de la vida. Hoy por ti, mañana por mí. Yo no he inventado los ritos.
-No; cosas de la muerte, querrás decir. Como sabrás, fui apresado por un ganadero millonario, separado brutalmente de mi familia y manada, donde tenía mis mejores amigos. Durante años me han mantenido con una dieta artificial. Y aquí estoy ante este trance sombrío que no se lo deseo a nadie, ni siquiera a ti, predestinado a convertirte en mi verdugo. Si la muerte es injusta, esta diversión es humillante.
-Bien, no es lo mismo. A fin de cuentas estás llamado a ser honorable bistec de platos suculentos, a pasar a la historia.
-Eso es demagogia, señor torero. Hace millones de años, que los gusanos se alimentan de la carne de los humanos y sólo de pensarlo se os pone los pelos de punta, o la carne de gallina, como decís con mal gusto. Todo a su tiempo. Y tiempo es de lo que no dispongo.
-Yo no tengo la culpa de que hayas nacido toro.
-Ni yo de la brutalidad de la gente como tú, y perdona que te tutee. La verdad, es que en mi familia esto de matar para distraerse es incomprensible. Y luego está esa música estridente. Nosotros comemos hierbas frescas y os respetamos. Incluso otros animales carnívoros que conozco matan tan sólo cuando tienen hambre. ¿Es qué acaso tienes hambre?
-No, ¡qué cosas dices!
-Entonces deduzco que, cuando inventáis guerras os divertís matando animales.
-Bien, déjate de tanto parloteo. La gente comienza a impacientarse.
-Te propongo que no me mates y yo a cambio te garantizo espectáculo.
-No puedo. Esto sería mutilar lo más sagrao del toreo. Lo más importante es derramar tu sangre roja y ardiente sobre tu lomo. No hay nada más sobrecogedor que unos capotazos bien elaboraos, un rejoneador valiente, unas banderillas de fuego y una estocá precisa y definitiva. El destino de un toro es ser burlado y vencido.
-Escaso honor para un verdugo que dotado de inteligencia se presta a un juego de espadas escarnecidas. Tú eres un residuo de lo que el tiempo convertirá en cenizas de ignominias.
-Tú mismo, pero comprenderás que tengo el derecho a defenderme.
-Sí, por supuesto.
-Sé razonable, hombre: lo más sagrado para ti y para mí debería ser la vida, no la muerte.
-No me vengas con problemas de mala conciencia. Yo soy un profesional de la tauromaquia. O sea, que embiste de una vez mi capote, que están las autoridades impacientándose en el palco de honor.
-Eso ya lo has dicho antes...
-Pues, venga.
-Bien, como quieras, allá tú. Pero no te va a resultar fácil. Aunque mis astas están mutiladas y haya sido sedado te garantizo que sé defenderme. Además, debes saber que mi resistencia ante la muerte es mayor que la tuya. Yo puedo acabar contigo de una cornada, tú en cambio, si me hieres, puedo reaccionar. A propósito -dijo- no me envidiarás porque la naturaleza no te haya dotado de cuernos.
-No, claro. No ha nacio mujer que me los ponga.
-Tal vez te los clave yo, no sería la primera vez.
-Bien, pero te matarán igualmente y tus restos serán esparcidos en cualquier matadero.
-Sí, pero tú no los verías.
-¡Vamos a la faena! -urgió el torero.
-De acuerdo -respondió el toro-. No será que no te lo he dicho.
Se separaron unos pasos. Desde la distancia se volvieron a mirar. El toro comenzó a arañar la arena con sus patas, el torero desplegó su capa, saludó en semicírculo y se encaminó hacia el animal. Intentó dibujar una verónica, pero el toro le asestó una cornada que le interesó la pierna derecha. Comenzó a sangrar. El honorable soltó un ¡ay! multitudinario y la cuadrilla del torero salió de los burladeros y se dispuso a distraer al animal para conducir al maestro a la enfermería. En ese momento, el toro, advirtió a los que llagaban:
-¡Alto ahí! ¡Aquí no se mueve nadie! Este es un asunto entre el artista y yo. Así lo hemos convenido de mutuo acuerdo.
El toro procedió a cortarle la coleta al diestro con sus pezuñas afiladas. La cogió con la boca, luego, alzó sus patas delanteras y la exhibió ante el respetable que comenzó a aplaudir desaforadamente como nunca lo había hecho, reclamando una oreja. El toro se dirigió al torero y le dijo:
-Lo siento, amigo, pero he de cortarte una oreja.
-¿Y qué voy a hacer con una oreja menos? ¡Seré el hazmerreír de la profesión!
-Pues tendrás que afinar el oído, hacerte un apaño. Es tu problema.
Le arrancó la oreja. Se la mostró al público y recibió otra oleada de aplausos. Después la gente grito. "¡El rabo, el rabo!". El toro se acercó a su víctima y le dijo con algo de tristeza al único oído que le quedaba útil.
-¡Uff, son insaciables! ¡qué gente! Lo siento, pero tengo que arrancarte el rabo.
-Hombre, prefiero cualquier otra cosa, la otra oreja, por ejemplo.
-No puedes ir por el mundo sin orejas. Parecerás un melón.
-Es que, verás, prefiero sacrificar mi estética antes que mis atributos. Comprende que no quiero pasar a la historia como el "El Niño del Rabo Corto"
-No es posible, el público siempre tiene la razón. Han pagado y quieren ver emociones fuertes.
-¡El rabo no! Por favor…
-Lo siento, amigo, pero éste es un arte extraño y primitivo. Yo no lo he inventado. Siempre podrás recurrir a la ciencia, hacen milagroa con la ortopedia.
-Bien, pues acabemos, ya me las arreglaré.
-Mira, yo te comprendo… No en vano nací viril y fogoso, hasta el punto que el rabo de toro es uno de los platos preferidos por la alta sociedad, pero las circunstancias me obligan.
-Sí, pero eso es vicio. En realudad, en tu caso, se refieren a otro rabo, al del culo con el que te sacudes las moscas.
-¡Ah, ése!… ¿y tú cuántos rabos tienes?
-Uno, sólo uno.
-¡Pues vaya!, Sí que estás limitado! Lo siento, de veras, pero el público así lo quiere, me sabe mal, francamente…
El toro procedió: le arrancó el rabo, volvió a exhibirlo en la plaza. La gente saltó al ruedo, abrazó al toro, lo besó y le pidió autógrafos. Lo sacaron en hombros, mientras la banda de música tocaba el himno de la Fiesta NAcional. En esa apoteosis colectiva pisaron una y otra vez al torero que yacía malherido.
Al día siguiente, cuando trillaban la plaza, un mozo encontró el cuerpo del torero cubierto de arena. El empleado pidió auxilio, pero sólo respondió el eco, y con desgana.
(Del libro "Dama de Noche", Ediciones VOSA, SL. Madrid. Puede obtenerse a través del Rastrillo de ADDA).
Ong ADDA -Enero/Junio 2002
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