Anatomía de la violencia - Gloria Chávez Vásquez

ADDAREVISTA 16

La escritora Gloria Chavéz Vásquez, colaboradora de ADDA en Nueva York cuyas obras literarias pueden ser adquiridas en la sede de la asociación, nos invita a reflexionar acerca de las razones culturales, sociales y políticas que llevan al ser humano actuar de modo violento. Una conclusión importante a la que llega es que un porcentaje elevado de personas que ejercen la violencia contra sus semejantes ha empezado torturando a los animales. Se demuestra que quien no respeta la vida de un animal no respeta ningún otro tipo de vida. Termina su disertación aconsejando más educación pública, como solución a este problema, especialmente grave en Colombia natal, para conseguir individuos responsables, tolerantes, creativos, capaces de controlar sus impulsos, capaces de aceptar al otro.

Durante largo tiempo, la violencia, el desorden social más viejo en la historia de la humanidad, ha sido objeto del estudio minucioso de académicos y cientificos. Si se encontraran las causas –dicen-, el paso lógico a seguir sería hallar la cura. Más fácil dicho que hecho, porque la violencia, según algunos, es inherente a la naturaleza humana, y por consiguiente un mal con el que hay que vivir. Otros menos pesimistas alegan que la violencia es algo que los jóvenes aprenden de los viejos, y por tanto el único remedio es la educación. Las versiones científicas más recientes aseguran que la violencia de un individuo está determinada por una fórmula genética heredada y por eso su control está determinado por la identificación del gen que lo produce. Pero no importa cómo y a qué se atribuyan sus causas, todos están de acuerdo en que existe una relación directa entre la violencia a que se exponga un individuo en su infancia y la agresividad de la que más adelante se jacte por la vida.

CRUELDAD Y VIOLENCIA

Una persona violenta carece del control y, en ocasión, de la ética necesarios para evitar transgredir los límites de los derechos ajenos. Cuando una persona cruel agrede a otros, transgrede el territorio ajeno en busca de satisfacción para su instinto depredador. Su necesidad es la de controlar a otros y retribuir así un ego enfermo y inseguro. La diferencia entre crueldad y violencia es sólo cuestión de grados. Podría decirse que la crueldad es el efecto acumulativo de la violencia. Por otra parte, el sometimiento constante de la mente infantil a la violencia determina la futura insensibilidad del niño al sufrimiento personal o ajeno. De ahí que el abuso infantil sea uno de los criaderos de depredadores humanos más efectivos en nuestra sociedad.

Hace algunos años, la Facultad de Estudios Forestales y del Medio Ambiente de la Universidad de Yale realizó un interesante estudio entre un amplio grupo de presos que cumplían sentencias por asesinatos violentos con características extremadamente crueles. Durante la investigación se encontró un detalle clave y común en los sujetos sometidos al estudio. Según Stephen R. Kellert, uno de los responsables del estudio, todos aquellos individuos habían sido protagonistas o testigos de directos y frecuentes de episodios crueles y violentos en su infancia. Todos ellos, además, se habían ensañados en su niñez específicamente con animales. La mayoría de ellos había torturado y luego matados perros, gatos y todo tipos de animales domésticos que se les atravesaban en el camino. Uno de ellos confesaba haber sumergido -a los doce años de edad- a su mascota, un perro pastor alemán, en ácido de batería.

Hay muchas maneras de ejercer la violencia, pero aunque sus manifestaciones, difieran extremadamente, el principio es siempre uno y el mismo. En su edición del 12 de noviembre de 1995, el periódico El Mundo examinaba las razones que tuvo “un brillante estudiante de leyes” para convertirse en el asesino de Isaac Ravin. Bajo el título de La forja de un asesino, el artículo hablaba de la niñez de Igal Amir, “cuando por las mañanas veía a su padre, carnicero ortodoxo, degollar las gallinas en el patio de su casa. Las matanza de Salomón Amir, torciéndole el cuello a aquellas aves, recitando ciertas frases para que el degüello fuera ritual”, determinaron, según el analista, el futuro papel del depredator adulto del pequeño Igal.

Las sociedades en donde la violencia tiene un aura de heroísmo y la crueldad pasa por cultura (ejemplo: los sacrificios religiosos, el toreo o las ferias en donde se torturan animales) manifiestan un alto grado de violencia social. En su libro "El marino que perdió la gracia del mar", el escritor japonés Yukio Mishima ilustra lo que él califica de “histeria homicida” en un pequeño grupo de estudiantes que afrontan las penas de la adolescencia desollando gatos. Su “ejercicio” les adiestra para –eventualmente– hacer lo mismo con un hombre. Mishima, uno de los escritores nipones más brillantes de los últimos tiempos, refleja en su obra una obsesión por la violencia interna y desastrosa manifiesta en todos los lugares de la tierra. El autor, criado en la tradición samurai, se suicidó con el ritual harakiri, como una forma de consagrar su fuerte inclinación sadomasoquista.

LA CRUELDAD COMO ARTE Y CULTURA

En la primavera de 1987, verbi gratia, el entonces alcalde de Bogotá y ex candidato a la presidencia de Colombia, Andres Pastrana, patrocinaba (con dinero presupuesto) una serie de corridas de toros para promocionar “ el arte” entre los estudiantes de la escuela elemental. No sólo se llevaba a los escolares a “disfrutar” del espectáculo, sino que a los chicos que “soñaban” con convertirse en toreros se le permitía entrar en la arena y participar de la matanza de toros junto a los enanos que toreaban terneros o vaquillas. Por esa misma época causaba sensación en la prensa nacional colombiana el proyecto que un maestro de ciencias desarrollaba con sus alumnos de secundaria: los estudiantes debían coger un perro, echarlo en una olla de agua hirviendo y esperar que se cociera. La tarea consistía en anotar las observaciones durante la agonía del animal y presentarse al día siguiente con los hueso en clase.

“Entre las cosas que acuerdo de la niñez” – cuenta Lucena, una inmigrante colombiana en Nueva York - “está la preocupación de mi abuelita en dejar salir de casa a sus perros o gato, por temor a que se los envenenaran. Era el pasatiempo favorita de muchos chicos en el barrio. Por lo menos una de nuestras mascota había muerto de esa manera, y nadie sabía quiénes eran los jóvenes criminales porque siempre actuaban en pandilla, pero generalmente el chico de la idea había sido motivado por su insensibilidad como ser humano”.

“El desprecio a la vida animal no viene solo”, comenta Luis, un joven ecuatoriano a quien, según él, sus padres, campesinos, le enseñaron desde pequeño a respetar la vida animal. “Algunos adultos miran con el mismo aire de superioridad a toda formas de vida”, observa. En muchos países, tener una mascota es una manera conveniente de tener en quien desahogar las frustraciones. Una buena patada a un flacucho can sirve de terapia a los individuos resentidos. A muchos niños se les enseñaba a deshacerse de los animales cuando éstos se convierten en “estorbo”. Basta con meter el pobre chucho en una bolsa, amarrarla fuertemente y tirarla en cualquier basurero. Para cuando se ha podido escapar, si no se ahoga antes, sus renuentes amos ya se han perdido de vista. Aparentemente, existe un consenso entre los observadores y quienes experimentan los efectos del fenómeno de la violencia: algo marcha mal en un lugar en donde la vida pierde su valor absoluto. En donde el respeto a la vida se considera un lujo de los países industrializados. En donde la gente, en estado de negación total ante las causas de la violencia, no demuestra compasión por nada ni por nadie.

Un recorrido por varios países latinoamericanos basta para comprobar con horror que la vida de los animales domésticos es todavía “desechable”. Desde México hasta el Perú, en América Latina se continúa explotando al animal más allá de la carga y el consumo. Las autopistas están sembradas de los cadáveres de animales callejeros o abandonados por sus amos, que encontraron muertes violentas en las cada vez más transitadas carreteras. A ningún conductor “cuerdo” se le ocurriría detenerse por un animal, o por lo menos para recoger sus restos. Igual que en España, muchas fiestas religiosas en Latinoamérica todavía requieren el sacrificio de un animal, agobiado por la tortura, cuanto más cruel – suponen los depredadores humanos – más agradable a su dios.

LA CULTURA DE LA VIOLENCIA

En 1987, Amnistía Internacional colocó a Colombia entre los países donde se informó de mayor número de casos de violación de los derechos humanos. En 1995 esas cifras continuaban aumentando. Colombia exhibe actualmente la ratio más alta de asesinatos por minuto. Aun cuando el hecho de que los colombianos comenzaran a informar tanto de las violaciones de los derechos humanos como de los casos de crueldad contra los animales sea una señal alentadora de la evolución de la conciencia nacional, lo cierto es que dichos informes reflejan la falta de educación popular sobre las maneras de canalizar constructivamente esa violencia.

No es coincidencia pues que la violencia como síndrome de la sociedad colombiana esté plasmada en su narrativa. En Arcatá, Colombia, la tierra donde nació Gabriel García Márquez (quien le da en su obra el nombre de “Macondo”), la literatura es fiel reflejo de la vida. Hay que recordar que el escritor se inició periodísticamente como cronista de página roja. Hace unos años, una revista literaria colombiana describía con orgullo la tradición del “gallo tapao” en el pequeño pueblo de “Gabo”. Heredada de la cultura española, y como celebración de las fiestas de la Virgen del Carmen, como una “manera espontanea de divertirse”, el “gallo tapao” es una actividad festiva en la que el gallo es enterrado vivo hasta el cuello para que muchachos vendados le “vuelen” la cabeza a patadas o a golpes con un palo. La alta cuota de viudas y huérfanos de Arcatá, inmortalizado como “Mancondo” por García Márquez en su novela Cien años de soledad, no sorprende en una nación donde el asesinato se repite con desconsoladora frecuencia, y el fenómeno es casi aceptado con resignación.

EL GRAN DEPREDADOR

Hasta hace sólo unas décadas, hubo la ligera esperanza de que el mundo marchase hacia una civilización que incluía el pacifismo y la abolición de armamentos y pruebas nucleares. Se suponía que a medida que avanzaba la tecnología, el cerebro humano y la solución a los problemas sociales evolucionarían en igual proporción en igual proporción. Que, por ende, la violencia disminuiría y que, en fin, la gente dedicaría más tiempo a arreglarse el pelo o limarse las uñas, porque ya no habría crimen, o por lo menos éste diminuiría en crueldad. Los sueños pacifistas se esfumaron con la proliferación del terrorismo, el crimen urbano, la subversión, las torturas. La violencia terminó por convertirse en industria rentable para los depredadores. La ecuación no cambió, sino que aumentaron los números. La fórmula siguió siendo la misma.

La explicación al por qué todavía a estas alturas la violencia se enseñorea en una sociedad supuestamente civilizada, la propone Enrique Núñez, activista español autor de El gran depredador. De acuerdo con su teoría, el ser humano, que se jacta de haber llegado a la luna y haber entrado en la era de las computadoras, no ha abandonado su ilusión de las cavernas y continúa siendo un animal de rapiña, a pesar de que ya no hay necesidades para ello. Este homo erectus ha racionalizado la violencia. “Ha hacho de la crueldad, arte, deporte y cultura”. En su antropocentrismo, el hombre, un ser animal que se niega a serlo, y que se cataloga a sí mismo de sapiens, “se comporta con infernal irracionalidad: asesina lo inocente, mutila lo natural, es capaz de divertirse y festejar el dolor mismo”.

EL SINIESTRO FENÓMENO

Para finalizar, debemos citar el aforismo de H.G.Wells que nos explica la violencia como una ruptura entre dos sujetos: la primera persona en apelar a la violencia es aquella a quien primero se le acaban las ideas. Lo cual nos indica la responsabilidad del individuo moderno de ejercer control sobre su agresividad, e ingeniar formas de dialogar sin traspasar los límites de los derechos ajenos. Invita además a la responsabilidad de los gobiernos de educar con vistas a proveer de argumentos educativos y justos a sus ciudadanos. Por último, nos recuerda la necesidad de establecer programas de tolerancia a nivel global, que lleven a la flexibilidad y la tolerancia, no solo de ideas, sino de creatividad y diferentes estilos de vida.

Hasta que ello suceda, la violencia seguirá escalando hasta convertirse en la posible causa de la extinción de la especie humana.

 

Ong ADDA   Octubre 1996


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