Yo soy tú: un encuentro metafísico con los animales - Arshad Jafery Monroy

ADDAREVISTA 14

A partir de una anécdota de su adolescencia, y después de unos años de maduración de la idea, como él mismo nos cuenta, nuestro amigo Arshad Jafery Monroy, de Santa Cruz de Tenerife, construye toda una teoría metafísica acerca de la unidad esencial entre el hombre y los demás animales. Tanto los unos como los otros, argumenta, no son más que efímeras y heterogéneas manifestaciones de los mismo: la vida, o, como él señala, “todos somos ramas del mismo árbol”. De lo cual se extrae una conclusión de sentido común: todo aquello que tenga vida, sea del tipo que sea, tiene derecho a conservarla. Ashrad Jafery pone de manifiesto en este trabajo su cultivada sensibilidad y lucidez de juicio; junto a su visión de la íntima relación entre todos los seres vivos nos ofrece un agudo análisis de aquellas actitudes interesadas que ponen trabas a la lucha por la defensa de los derechos del animal y la mejora de su calidad de vida.

Esta reflexión tiene su origen en una anécdota personal, ocurrida durante un episodio corriente. Siendo adolescente, durante una visita al zoo, me detuve a observar un búfalo africano en su recinto. El animal levantó la cabeza del pienso y me dirigió una mirada. Enseguida me despreció cosa el gesto contrario, volviendo a su alimento. Naturalmente, una situación así había ocurrido innumerables veces a lo largo de aquella mañana, y seguirá ocurriendo a lo largo de los siguientes años, pero fue precisamente en el encuentro con ese animal que tuvo lugar una reacción insólita: inmediatamente me vi reflejado en él, como si me fundiera con él. Era yo mismo quién rumiaba la paja, espantaba las moscas con el rabo y controlaba indolentemente los alrededores. Una sensación, por lo infrecuente, extraordinaria.

Sin embargo no le concedí demasiada importancia: sabía que, si bien aparentemente descabellada, la idea tenía sentido. Un sentido profundo, no accesible para los recursos lógicos propios de la edad. La fotografía mental de la escena y su huella emocional me han acompañado desde entonces, señal inequívoca de que aquello tenía que ser procesado, tenía que ser madurado.

EXPLICAR LO INEXPLICABLE

Cuando me creí preparado para ello y me dispuse a sumirme en meditaciones, no tardé en caer en la cuenta de que iba a ser imposible demostrar en términos científicos la base de una intuición así, y por una razón clara: en lo biológico, aquel búfalo y yo no conformábamos de ninguna manera una unidad. Tenía que encontrar entonces el soporte de aquella conclusión instintiva en otro universo lógico: el de la filosofía. Lo que sigue es, pues, la especulación metafísica extraída de aquella vivencia.

Para comenzar, he de apelar a las socorridas representaciones imaginarias. Vamos a considerar que la vida -la energía que nos mantiene de pie, eso que los laboratorios no han podido todavía acortar- es un cable, como los del tendido eléctrico, que infunde su corriente a todos los organismos que a él se encuentran conectados e, incluso, a los que en el futuro se unirán. ¿Un futurible en el argumento? Pues sí, pero un futurible que podemos ya afirmar: la vida genera, y generara, vida. Todos (los seres vivos) tendemos a perpetuarnos por mor de la reproductibilidad de las especies, como es bien patente. Continuaremos naciendo sobre el planeta per secula saecularum. Si algún fenómeno no es capaz de poner fin al destino multiplicador de la vida, necesariamente ha de tener carácter catastrófico.

Valiéndonos, pues, de este símil, y conviniendo en que nosotros y la bacteria, pasando por el búfalo, nos equiparamos en que estamos todos participando del contacto con nuestro hilo conductor, y conviniendo así mismo en que constantemente se incorporan a éste nuevas entidades recién llegadas a la vida, podemos de igual modo convenir en que nosotros y cualquiera que resulte ser ese otro próximo espécimen, tendremos a priori una faceta que nos emparentará: nos alimentamos de idéntica energía vital. Tal equiparación, sin embargo, únicamente tendrá lugar cuando cada una hayamos adquirido naturaleza y destino biológico definidos. Consecuencia de ello es que, al cobrar existencia, en el mismo instante de ser concebidos, tomamos forma y presencia, sobre todo, individualizada. Aunque continuaremos estando igualados en el plano que apuntábamos, en todo lo demás habremos de recorrer nuestro camino siendo criaturas perfectamente diferenciadas, si bien tal vez semejantes.

TODOS SOMOS TODOS

Entonces, antes de que esto ocurra, antes de que seamos siquiera concebidos, ¿podemos hablar de individuos distintos?. ¿En que se diferencian, por ejemplo, la cría-no-concebida de una pareja de jirafas y el hijo-no-concebido de una pareja de humanos? Contestación única, con forma de interrogante: ¿en que pueden diferenciarse dos seres inexistentes? Pues resulta evidente que en nada, absolutamente en nada. Esto equivale a afirmar que, dado que nada los diferencia, precisamente su condición de no existentes los iguala en cualquier aspecto. En otras palabra: son exactamente lo mismo. Más preciso: no son exactamente lo mismo.

Razonando rápidamente, si la cría de la jirafa y nosotros, un día, en virtud de nuestro estado de inexistencia, fuimos la misma cosa (o no-cosa), y otro día, en virtud de que fuimos puntualmente “llamados a la existencia” nos disociamos de aquel estado para arribar a este otro de seres individualizados, podemos inducir que la primera y nosotros hemos tenido justamente el mismo origen, y dado que los orígenes jamás desaparecen por completo -“nada se destruye, todo se transforma”-, podemos ahora deducir que ambos llevamos y llevaremos perennemente impreso el signo de esa común génesis: fuimos lo mismo y por tanto seguiremos, de algún modo, siéndolo.

Pero, y éste es el momento crítico de la tesis, ¿de que modo, en que sentido, donde puede estar radicada tal circunstancia igualadora? Al penetrar en el orden de lo tangible, de lo concreto, inmediatamente nos convertimos en sujetos de experiencia intransferible, según estimábamos, a pesar de que ya hemos averiguado que todos los seres dotados de vida nos hermanamos por el hecho de compartir origen y contacto con, precisamente, la vida. El nexo igualador consiste en que cada uno de nosotros estamos ocupando nuestro puesto por todos los demás, y los demás están haciendo otro tanto en su puesto por nosotros. En distintos términos: fuimos lo mismo, y al cobrar existencia nos diferenciamos de modo que nos resulta imposible traspasar por entero nuestra propia experiencia, pero dado que una porción de nosotros tiende a continuar siendo una sola cosa -tendencia insatisfecha -, el resto de los individuos ocupan su lugar, cada uno el suyo. Por nosotros; y nosotros el nuestro por cada uno de ellos.

Es a consecuencia de lo anterior que, si bien suscitado por la sensibilidad más primarias, llegué en aquella oportunidad a sentirme en la piel del animal que se me mostraba. El era búfalo porque yo no podía serlo, y yo era yo porque a él eso le resultaba inalcanzable. Pero ahí estaban los elementos homologadores que conseguían que los dos tendiésemos a ser uno. Eramos ramas del mismo árbol, hojas de la misma planta, miembros del mismo cuerpo. Extendiendo este razonamiento al resto de los especímenes vivos, podemos avanzar hacia la conclusión inaudita de que todos somos todos.

EL AMOR A LOS ANIMALES: LO MÁS NATURAL

Sin duda, el ser humano, cada uno de nosotros, tenemos asumido tal estado de cosas de una manera intuitiva, instintiva. ¿De qué familia de principios podrían ser extraídas sentencias tan universales como las que nos piden que “amemos a los demás como a nosotros mismos”, “no quieras para los demás lo que no quieras para ti”, “trata como quieras ser tratado”? ¿No podrían estas hipótesis servir de base para dar explicación a sentimientos generalizados como la pasión, la caridad, el amor desinteresado a los otros? ¿Por qué íbamos , si no, a padecer sufrimiento ajeno (léase guerras, catástrofes, enfermedades, crímenes, injusticias), o alegrarnos con sus alegrías (“si tu eres feliz, yo soy feliz”)?

Llevándolo más lejos: cuando una persona demuestra cariño y compasión por sus animales de compañía –digamos, su perro -, ¿no esta subliminalmente dando a entender que es capaz, que tiene la facultad nada menos que de situarse en el lugar del animal, sobre todo cuando éste cae víctima de algún episodio lastimoso? ¿Cómo podría un ser humano situarse en el lugar psicológico de un animal si no contuviese el ser humano, íntimamente, la esencia ontológica del animal? Si los unos no fuéramos la mera proyección de los otros, ¿por razón de que otra circunstancia habríamos de vernos habilitados para experimentar tales estados de identificación masiva?

La mayoría de las veces, cuando a alguien se le cuestiona si no le parece mal que los humanos supuestamente culturizados y sensibilizados nos alimentamos a base de animales, obtendremos la contestación de que “no ha sido él quién los ha matado”. Esta respuesta lleva rotundamente implícito el reconocimiento de que al interrogado le parece en principio detestable causar la matanza, probablemente dado que él mismo, como ser vivo dotado de instinto de supervivencia, rechazaría con todas sus energías una tentativa semejante sobre su integridad.

¿Basados en qué fundamento nos atreveríamos a afirmar que tal acción resulta moralmente aborrecible, si nosotros no fuéramos puro reflejo de aquellos otros animales inmolados? Siempre que tal medida no se plantease como ineludible a fin de preservar nuestra supervivencia, ¿cuántos de nosotros seríamos capaces de asesinar con nuestras propias manos a los que nos comemos? Exactamente lo mismo cabe exponer en lo que se refiere al comercio de pieles lujosas, cuyo uso se aleja drásticamente de la necesidad que en nuestros comienzos tuvimos de protegernos del frío atmosférico para no desaparecer. Con las salvedades de rigor, tanto la alimentación carnívora como la explotación de pieles encuentran su pretendida justificación en argumentos de exclusiva índole industrial y hedonista, de ningún modo sanitarios. La discusión acerca de si el hombre puede o no subsistir en condiciones óptimas de salud recurriendo exclusivamente a los vegetales y productos animales sin muerte (ovo-lácteos), está hace mucho tiempo ampliamente superada por la ciencia dietética.

Cuando una persona demuestra cariño y compasión por sus animales de compañía -digamos, su perro -, ¿no esta subliminalmente dando a entender que es capaz, que tiene la facultad nada menos que de situarse en el lugar del animal, sobre todo cuando éste cae víctima de algún episodio lastimoso? ¿Cómo podría un ser humano situarse en el lugar psicológico de un animal si no contuviese el ser humano, íntimamente, la esencia ontológica del animal?

EL HOMBRE, UNO MÁS EN LA FAMILIA ANIMAL

El ser humano, creador de la cultura, de la técnica, de la lógica, de la filosofía -de la civilización, en definitiva -es, antes que “sapiens”, “Homo”; y “Homo” lo define como especie animal. Si solo comenzásemos a intercalar en la cotidiana expresión “el hombre y los animales” -epígrafe de tratados ecológicos, económicos, políticos, científicos -el vocablo “demás”, de modo que el resultado para nuestra cultura inteligente y avanzada fuese el de referirnos siempre al “hombre y los demás animales”, habríamos dado con un paso minúsculo, sin embargo un salto de gigante hacia el reconocimiento pleno, en todos los ámbitos, de lo que no es más que una verdad esencial: los animales son nuestros compañeros de vida, de viaje, de hábitat y de destino.

Si el derecho a la vida es nuestro, también es de ellos. Pero a ellos les afecta una terrible desventaja: no les es dado recurrir al lenguaje intelectual para reivindicar convincentemente ese derecho.

RAZÓN JURÍDICA Y RAZÓN ÉTICA

Por otra parte, no cabe esperar que pronto se produzca el milagro y los ordenamientos jurídicos de los hombres se plieguen a defender expresamente el derecho ala vida que es inherente a los animales. Ya hemos comprobado que el Derecho -volvemos a exceptuar lo exceptuable -es un instrumento al servicio de los intereses humanos coyunturales, y también sabemos de que clase pueden ser en ocasiones los intereses de las sociedades humanas. En general, primero se define un interés y a posteriori se diseñan los fundamentos filosóficos de un Derecho positivo que lo defienda. Un ejemplo cercano: mientras los sondeos sigan demostrando que la mayoría de los ciudadanos de nuestro país consideran las corridas de toros como una “fiesta”. De seguro que el poder legislativo no se arriesgará a declarar su abolición. A los legisladores los colocan y los quitan de sus sitios mediante el voto esos mismo ciudadanos, así que ningún partido político sería apoyado mayoritariamente si anunciara en su programa que tiene intención de suprimir la celebración de corridas cruentas. Luego nos dirán que la tauromaquia es “legado histórico, patrimonio cultural, lucha noble” y una docena de sutilezas del estilo. Una vez más se cumple aquí la regla: protejamos primero el interés, ya fabricaremos su justificación.

De cualquier forma, aun cuando se diese el hipotético caso de que los toros fuesen ilegalizados, las gentes que ahora les son partidarias encontrarían distracciones análogas alternativas. De hecho, en España tenemos un bien surtido catálogo de festejos de esta naturaleza -en los que paradójicamente es el animal el “bestializado”-, lo cual nos hace comprender que no es una cuestión legal la que subyace. La Ley no tiene el poder de cambiar el corazón de los hombres. Lo anterior nos lleva a una conclusión diáfana: el respeto por la vida, en cualquiera de sus manifestaciones -en particular en aquella que por parentesco nos es más próxima, la vida animal-, es una actitud de carácter ético y por lo tanto únicamente puede encontrar su fundamento en convicciones personalísimas. Ni puede ni va a ser inculcada por decreto, en absoluto. La revolución en cuanto al trato con animales es una revolución que tiene que suceder en el interior de las personas, y que necesariamente ha de comenzar por la sensibilidad a favor de la dignidad que es inherente a todo lo creado, por sí mismo y por el mero hecho de existir.

Al margen de que a los argumentos aquí expuestos se les quiera o no conferir peso específico, se los estime o no válidos, podemos proclamar con voz alta y sin temor a equivocarnos que los animales también tienen derecho a la vida, el sentido común -el más elemental y aplastante de todos los argumentos- nos dice que es suficiente cumplir con un único requisito: poseer vida.

(Exclusiva para ADDA Defiende los Animales  -A. J. Monroy)

 

Ong ADDA  Marzo 1995


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