"Lucy", angustiosamente humana- Rosa Montero

ADDAREVISTA 10

Hará cosa de un mes que sé que Lucy existe, desde que su historia apareció en la televisión norteame­ricana, en un interesante programa de divulgación científica sobre el lenguaje. Lucy es un chimpancé. Al poco de nacer fue adoptada por una pareja de Nueva York, ciudad que siempre se ha distinguido por el exotismo y la excentricidad de sus animales domésticos: ahora, por ejemplo, se ha puesto de moda tener en casa orondos y retintos cerdos vietnamitas y pasearlos por la Quinta Avenida en un lazo.

El caso es que Lucy fue recogi­da cuando no era más que una pizca de mono, una bola peluda. La criaron y educaron en la ciudad, como a un humano. La enseñaron el lenguaje de gestos de los sordo­mudos para comunicarse con sus dueños. Lucy no es el único prima­te inferior que sabe hablar por medio de sus manos: hace ya mas de 15 años que la psicóloga esta­dounidense Francine Paterson ini­ció su célebre experimento con la gorila Koko, a quien enseñó el len­guaje de los sordos. Hou Koko es capaz de entender 1.000 signos y de usar 500. Mantiene conversa­ciones, plantea preguntas, maneja conceptos. Es un logro inquietante y formidable. Lucy también hablaba. Se crió en la casa, como un niño.Vivió así, con los suyos, durante 16 años. No conocía otra selva que la de Manhattan. 

Entonces algo les suce­dió a sus dueños. No pudieron mantenerla por más tiempo en casa y, pensando en buscarle un buen acomodo, mandaron al animal a una reserva zoológica de Africa. Allí la metieron con otros chim­pancés en una gran jaula. Los cui­dadores advirtieron enseguida que Lucy no se encontraba bien, ape­nas si comía, y se mantenía todo el tiempo acurrucada en un esquina de la jaula, como si se sintiera ate­rrorizada por sus compañeros. Hace algún tiempo acertó a pasar por allí algún visitante que entendía el lenguaje de los sordomudos. Descubrió, estufecto, que, desde el otro lado de los barrotes de su encierro, un chim­pancé le decía una y otra vez por medio de señas una frase frenéti­ca: "Help out, please", que viene a ser algo así como "Ayuda, por favor". El programa de televisión con­taba la historia como de pasada, y no decía si rescataron a Lucy de su infierno o si aún sigue allí, entre rejas, gritando sus gritos sin soni­do. No hay ningún alivio, por tanto, para el estremecimiento que produce el asunto.

Cabría preguntarse por qué este relato sobre el sino de Lucy resul­ta tan desagradable y doloroso. Si, desde luego, es una perfecta fábula moral sobre la responsabi­lidad del ser humano en su rela­ción con los animales. Y, por otra parte, casos como el de Lucy, o como el de Koko, enturbian un tanto nuestras ínfulas de reyes de la creación.Porque a los humanos nos gusta creer que entre nuestra perfección biológica y la ciega existencia animal media un abis­mo, y las criaturas fronterizas y crepusculares como Lucy o Koko nos destrozan la teoría y nos dejan el ego de la especie hecho un guiñapo.

Pero, aun siendo todo esto inquietante, a mi me parece que lo que más descorazona de la historia de Lucy es otra cosa. Es, sobre todo, su soledad absoluta, inacaba­ble. Lo más angustioso es imagi­nar a la chimpancé hablando desesperadamente con todas y cada una de las personas que pasaran por delante de su jaula. Ella creía estar utilizando el lenguaje de los hombres y las mujeres, pero no conseguía que la entendiera nadie. Lucy, en fin, se expresaba median­te un código humano que en reali­dad, le era ajeno; pero los huma­nos que la veían pensaban, sin duda, que gesticulaba como un mono. Es difícil encontrar un ejemplo más exacto y patético de la incomunicación. Eso es lo que más escuece: el desencuentro total de Lucy con el resto del mundo. Los chimpancés la asustan, las personas la ignoran. Es un monstruo, porque no hay lugar para ella dentro del antiguo orden de las cosas.

La historia de la literatura está llena de monstruos, desde Quasimodo a Frankenstein: criaturas únicas y trágicas abrumadas por el peso de su singularidad. No es casual que estos seres, siempre inocentes y siempre desgraciados, emocionen tanto, generación tras generación, a sus lectores. En el drama del monstruo se reflejan nuestros miedos a no ser acepta­dos. Nuestras diferencias vergon­zantes y secretas con la norma. Y, sobre todo, ese núcleo básico de lo que eres, esa sustancia que nunca sabrás expresar y nadie podrá entender. La soledad profunda.

Lucy representa todo esto en su estado más puro. Perpleja y dolien­te, víctima de todos, olvidada en su jaula, esta pobre chimpancé es más angustiosamente humana que muchos de los humanos que conozco. (Artículo aparecido en El País, y autorizada su reproducción por la autora).

 

Ong ADDA   Abril/Junio 1992


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