Lenguaje en animales y humanos
El lenguaje entre los animales y nosotros
Motserrat Escartín Gual
A través de los siglos, la tradición occidental ha asociado al animal con el peligro, lo monstruoso o se le ha identificado directamente con el diablo (así nos lo recuerda el macho cabrío en los aquelarres; el gato negro y las brujas; el murciélago y el vampirismo o la serpiente, símbolo de la tentación y el mal desde el Génesis, a la bestia del Apocalipsis). También en la tradición grecolatina los personajes mitológicos presentan aspectos animales para destacar su perversidad (las Furias tienen serpientes por cabellos, igual que la Gorgona Medusa, o los monstruos poseen garras, escamas o alas membranosas similares a las del murciélago).
Sea de procedencia cristiana o pagana, en nuestro imaginario colectivo, el animal ocupa un lugar central y, en especial, el lobo: uno de los más temidos. Lo hallamos en el cuento Caperucita roja, donde el mal se encarna en el depredador que devora a la anciana, o en el teatro clásico catalán, cuyo drama Terra baixa, de Angel Guimerà, termina con el grito del protagonista “he mort el llop, he mort el llop!”, para indicar que ha matado a su perverso patrón que dominaba tierras y gentes. La filosofía hizo célebre la frase de Hobbes: homo homini lupus (‘el hombre es un lobo para el hombre’), indicando con esta expresión que cierta maldad innata se esconde en nuestro interior; la mitología recogió la figura del licántropo, ser humano con el poder de transformarse en lobo (licantropía); y la medicina, ha denominado licantropía clínica a una enfermedad mental por la que el paciente cree que es o que se ha transformado en dicho animal y se comporta de acuerdo a ello.
En el s. XVI, el cirujano Ambroise Paré escribe un libro, Monstruos y prodigios (1575), en el que la mayoría de monstruosidades que recopila son un híbrido de patas, alas, escamas… y rasgos humanos, indicando así que lo anormal adopta formas animalescas. A partir del s. XIX, el mal se situará más cercano al hombre, como demuestran escritores de la talla de Mary Shelley, con su Frankenstein (1818), o Stevenson, en El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde (1886), que sitúan la perversidad en el interior del ser humano; y, al llegar al s. XX, Richard Dawkins nos hablará, en su obra El gen egoísta (1976), del egoísmo, factor del que depende la supervivencia humana que, como base biológica de nuestra conducta, justificaría la agresión, la guerra de sexos, el racismo o el conflicto generacional, que podrían considerarse actos derivados de nuestra genética.
Consecuencia de este bagaje cultural, nuestro idioma mantiene expresiones que reflejan prejuicios, antiguas creencias y actitudes fosilizadas en relación a los animales que nos permiten hablar de una utilización especista del lenguaje. Sin ni siquiera ser conscientes de ello, suponen un uso impropio y acientífico, además de despreciativo hacia los no humanos. Si el machismo infravalora a alguien por razón de su sexo y el racismo, de su color de piel; el especismo, por el de haber nacido en cualquier especie animal que no sea el hombre. Hallamos muchos ejemplos en modismos populares acuñados de antaño que evidencian el poco valor que concedemos a los animales, como: “matar dos pájaros de un tiro” (indicando que dar muerte a varios animales a la vez es bueno) o “Coger al toro por los cuernos” (invitación a enfrentarse a un problema y acabar con él). Estas expresiones siempre nos sitúan en la mirada del humano que se siente superior, controlando la situación y velando por sus necesidades.
La voz “patas” aplicada a un animal lo cosifica pues, igual que mencionamos las de mesas y camas, señalamos las de gatos o perros frente a “piernas”, reservada a humanos; además de “meter la pata”, como indicativo de un error flagrante. Elegimos “carne” al referirnos a un cadáver de animal, alusión que no osaríamos utilizar para un congénere, puesto que no comemos cadáveres humanos. Carne es un eufemismo para denominar el cadáver de nuestras víctimas, que oculta el trasfondo de explotación y sufrimiento que sufren los animales destinados al consumo. Al cosificar el resultado de la muerte de un ser vivo y convertirlo en alimento (filete, bistec, costillas) olvidamos que “algo” que comemos hoy fue “alguien” que destruimos ayer. Lo mismo supone la distinción entre el sustantivo pez (ser vivo) y pescado (proteína destinada al consumo humano). En suma, el animal es el gran ausente en este vocabulario.
Por el contrario, reservamos el término persona sólo para nuestra especie como sinónimo equivalente de ser humano, poseedor de dignidad, como su cualidad intrínseca. Kant, sin embargo, mencionaba que la dignidad es el correlato del respeto; por lo que no debería verse como una cualidad del humano, sino de cualquier animal al que, por respetarle, le decimos: “reconozco tu valor, tu dignidad, tu me importas”. Desgraciadamente, olvidamos que todos los seres vivos merecen respeto, voz que significa ‘mirar de nuevo’, ‘mirada atenta’, y que tendríamos que aplicar a cualquier ser vivo pues, por serlo, es importante y posee valor. Si le tratamos con “respeto”, le vemos como un fin en sí mismo y no como un instrumento a nuestro servicio. De hecho, son muchos los animales que tienen personalidad, una mente propia y una experiencia subjetiva de la vida. Ellos también son “personas” en tanto que individuos singulares con capacidad de sentir y de razonar; conscientes de sí mismos y con intereses propios. Si respetamos un cadáver humano, un disminuido psíquico o un sujeto con parálisis cerebral apelando a su “dignidad”, ¿por qué se la negamos a un chimpancé que tiene un coeficiente similar al de un niño, sentimientos, capacidad de sentir dolor o de aprender un lenguaje artificial? No es de extrañar que algunos filósofos morales empleen ya y reivindiquen estos términos (persona y dignidad) para ellos.
El uso más erróneo (por acientífico e impropio) es la palabra animal usada sólo para referirnos a los no humanos, como un modo de separarnos de otras especies y elevarnos a una categoría supuestamente superior: la de “personas”. Olvidamos que Aristóteles definió al hombre como zoon politikón; es decir, un animal social que necesita de los otros para ser; un ‘animal que tiene el don del lenguaje’ (zoon logos ejon), pero animal al fin. El motivo de que reservemos este término para referirnos sólo a los nohumanos tiene su origen en el antropocentrismo y en la mirada especista por la que nos consideramos seres especiales y aparte del resto; cuando, en realidad, somos una especie animal más, con unas características específicas, igual que otras tienen las suyas propias. No hay que olvidar que no existe ninguna cualidad que sea exclusiva o intrínseca de los humanos y las diferencias, en relación a otros animales, son de grado, no de cualidad entre ellos y nosotros. A los animales se les llamó brutos, del lat. brutusaum, ‘necio, irracional, insensible o inerte’, según el Tesoro de la lengua, de Covarrubias (1611) que lo define así: “Comunmente se toma por el animal irracional, cuadrúpedo, tardo, grosero, cruel, indisciplinante […] de donde vino llamar brutos a los hombres de poco discurso y groseros”. Paradójicamente, el mismo autor, al definir el término alma, lo identifica con “conciencia”. La palabra, sin embargo, se relaciona etimológicamente con animal (del lat. animaae) “lo que está vivo”, “lo que tiene alma”.
No solo empleamos el genérico animal como insulto para despreciar a alguien o señalar que es tonto o torpe: No seas animal!; sino que también usamos los nombres de otras especies (zorra! buitre!, víbora!, rata! hijo de perra!) con el mismo fin. El uso despectivo que se hace de ellos es visible en las acciones innobles que les atribuimos, caso del calificativo camellos
o mulas para aludir a los traficantes de drogas. Aún en el apartado de usos impropios de ciertas palabras encontramos la voz: sacrificar en lugar de ‘matar’ (pues no ofrecemos un presente a los dioses, sino que le quitamos la vida a un animal). Otros términos eufemísticos que intentan atenuar la contundencia de su significado real para ser políticamente correctos, caso de abatir (no ‘matar a tiros’); obtener tantas presas, capturas, unidades o especímenes (borrando la identidad del ser al que nos referimos en lugar de mencionar qué animales hemos destruido); uso de material genético (situando en un ámbito incruento el manejo de tejidos procedentes de animales en la experimentación científica); y toda una serie de giros que destacan la supuesta función del animal (gallinas ponedoras, vacas lecheras, toros de lidia, animales de granja, mascotas…), haciéndonos olvidar su verdadera naturaleza. Estos apelativos indican que el ser humano les ha buscado un fin concreto con el objetivo de explotarles y obtener más huevos, leche, un espectáculo rentable o compañía.
En suma, la realidad que vivimos está en las palabras y depende de ellas. Si tenemos en cuenta la sentencia de Nietzsche “cada palabra es un prejuicio”, entenderemos que el vocabulario de un idioma no es una suma de símbolos inocentes, sino un conjunto de expresiones manipuladoras de la realidad que limitan nuestra libertad. En consecuencia, una de las primeras necesidades que se impone es descubrir en nuestro vocabulario toda la carga de prejuicios que condiciona nuestra visión del mundo.
Para asesorar en este y otros ámbitos, se ha constituido en Cataluña el primer think tank con el objetivo de fomentar una perspectiva no discriminatoria por razones de especie: el Centro de Estudios de Ética Animal. Un equipo multidisciplinar de profesores de diferentes universidades integra este “laboratorio de ideas”, cuya primera labor ha sido crear una guía práctica de usos del lenguaje para ser difundido entre los medios de comunicación. Contiene recomendaciones sobre el lenguaje neutro y objetivo que deberían utilizar los periodistas en su trabajo para no perpetuar la perspectiva antropocéntrica que hemos denunciado (por ejemplo, no definir otras especies animales apelando a estipulaciones arbitraries que favorecen su representación negativa: especies invasoras, agresivas, molestas, sucias, etc.) Sus miembros esperamos poder ser útiles ayudando a normalizar el uso de giros como: animales humanos y no humanos, los otros animales, las otras especies…; en lugar del uso impropio del binomio que ha enfrentado secularmente a animales y personas. Montserrat Escartín Gual es Catedrática de Filología. Universitat de Girona Miembro del Centro de Estudios de Ética Animal.
Ong ADDA -Junio 2016
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