
El perro, Jonás
No es usual que un perro se llame Jonás. Pero así se llama el nuestro, el simpático habitante del predio campestre de Villa de Leiva. Nos lo regalaron de cuatro años, y ya se llamaba Jonás. Es posible que el nombre bíblico se lo hubiera puesto algún niño imaginativo que se fascinó con la historia de la ballena que se tragó al profeta, y a los tres días salió éste sano y salvo, y por supuesto triunfante, del vientre monumental del cetáceo.
Sea lo que fuere, el noble animal se convirtió en un miembro de la familia. Bien pronto se volvió objeto de admiración, entretención y cariño. Lo veo correteando por la finca, brioso, elegante y fiestero. Cuando llegamos a Villa Astrid, sale a recibirnos, en medio de alborozos exuberantes, con un palo en la boca a manera de bienvenida. Si no aparece rápido el palo, busca una piedra tosca –por lo general de buen tamaño- para cumplir su estricta y calurosa regla de protocolo. Y al acercarse a nosotros da unos cuantos brincos en el aire, como todo un acróbata de la agilidad y la gracia, para así testimoniar la alegría que lo embarga.
Cuando al término de la temporada advierte que nos preparamos para el regreso, agacha la cabeza en lo alto de la loma, y de allí no se mueve. Permanece absorto mientras ve el ingreso de las maletas a los vehículos, y luego entra a su casa, a paso lento, decaído y taciturno. Existe una oculta fibra sentimental que une a los animales con los hombres. No todos los hombres saben encontrarla. En Jonás, que es todo sentimiento y nobleza, distinción e inteligencia, su percepción de la alegría y el dolor es más aguda que en muchos de sus congéneres.
Al principio tuvo problemas con Brownie, su compañero de morada, a causa de los cuales solían enfrentarse en encarnizadas contiendas. Brownie llegó a compartir el espacio de la finca a los pocos días de nacido, y como ambos son labradores (Jonás, cruzado con bóxer), supusimos que se llevarían bien. Así ocurría por lo general, pero la paz se alteraba cuando surgían motivos de celos, o de territorio, o derivados del temperamento dominante de Jonás.
Luego de darles algunas clases de convivencia tomadas de textos científicos, vimos con satisfacción que las dos mascotas se habían sociabilizado por completo, y terminaron entendiéndose como un par de hermanos. Quienes saben de perros comprenden muy bien estas cosas.
Y pasó el tiempo. A Jonás comenzó a vérsele el pelo blanco, señal de madurez y vejez. Ya no andaba rápido,
a veces se fatigaba, dejó de volar por el campo como una saeta… Me acordé de
Piero, en su canción famosa: “Viejo, mi querido viejo, ahora ya camina lerdo…
la edad se le vino encima sin carnaval ni comparsa”. Fue entonces cuando le
agregué otro nombre, nombre honorífico y muy bien ganado: “el patriarca”.
Mi patriarca se había vuelto viejo. Revisamos su calendario, y nos cercioramos con desconsuelo de que ya tenía 13 años, que convertidos a la edad canina representaban 80 años. Con la edad, vinieron las enfermedades. No solo disminuía su brío habitual, sino que perdía el oído, el equilibrio y la vivacidad de otros días. Sin mayor dificultad le descubrimos las densas cataratas.
Varias enfermedades, todas a un tiempo, dieron cuenta de la decadencia evidente del patriarca. Lo mismo que nos ocurre a los humanos. Por algo el hombre y el perro se parecen. Nuestra mascota tuvo, dentro de una familia compenetrada con el sentimiento hacia los animales, las mayores atenciones en su vejez, y contó con todos los recursos de la ciencia.
Jonás ya no existe. Lo derrotó el calendario. Murió sin sufrimiento, este 8 de junio. Brownie duró buen tiempo lanzando ladridos lastimeros. Según el veterinario, esta es la manera de expresar su luto el compañero o compañeros sobrevivientes. El par de loros, con su algarabía habitual, hablaban su propio lenguaje, mientras el cortejo de gallinas rebuscaba en el pasto, con cierta tristeza, el alimento cotidiano.
Corrijo cuando digo que Jonás ya no existe: existe en el corazón de una familia que no olvidará su presencia en el terruño, donde se queda en medio de flores, de paisajes y de recuerdos gratos.
Gustavo Páez Escobar (Colombia)
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