Crías intensivas

ADDAREVISTA 2

Lea Massari, actriz conocida por todos, es desde hace años una activa defensora de los animales. Ha relegado su profesión para dedicar su tiempo y esfuerzo en la lucha en favor de los animales. En las Jornadas de Tossa de Mar presentó la ponencia que se transcribe autorizando expresamente su publicación a ADDA DEFIENDE LOS ANIMALES. El tema que tan valerosamente presenta, la hace acreedora de una gran inquietud acerca de la res­ponsabilidad que, directa o indirectamente, toda la sociedad asume, en gran parte, por desconocimiento. La cría intensiva es un tema muy importante dentro de la causa en favor de los animales; el número, la cantidad y el abuso que sobre ellos se realiza, ha traspasado los límites que, en principio, justificaba su manipulación. En una incesante carrera produc­tiva, se olvida, casi siempre, que son seres vivos y sensibles. Los resultados de esta tecnoló­gica y deshumana superproducción, están volviéndose contra el mismo consumidor huma­no al degenerar, muchas veces, en carnes no aptas para su propio consumo. El trato inhu­mano convierte al producto, asimismo, en inhumano.

Se ha vuelto urgente hablar de las crías intensivas. Tal vez porque se ha creído, durante demasiado tiempo, que sólo los animales de compañía, o los animales salvajes eran dignos de nuestra consideración ética; tam­bién porque, sin razón, muchos eco­logistas han condenado los crímenes contra el ecosistema, olvidando y to­lerando los «lagers» zootécnicos: el hecho es que, en la actualidad, la si­tuación se ha hecho insoportable. No hace falta decir que este sistema de engorde y crecimiento contamina enormemente el medio ambiente, envenenando con sus productos nuestro cuerpo. Pero lo que desvía es nuestra sensibilidad, acostumbrando a nuestra conciencia a tolerar y legitimar la tortura. La producción zootécnica, por el número de animales que implica, por las crueldades a los cuales los somete, por la poca aten­ción que la opinión pública les de­dica, hay que considerarla —junto con la vivisección—, como la plaga más grave, implicando una gran res­ponsabilidad para el movimiento ani­malista, la sociedad y el consumidor informado. La gente está totalmente desinformada de las verdaderas con­diciones de los animales en los cria­deros, desorientada por una publici­dad endulzada que transmiten sus mensajes como si de alegres granjas se tratara. Por. este motivo, los cria­deros intensivos, verdaderos «lagers» están hábilmente situados lejos de la vista indiscreta de las personas.

La entrada es imposible a toda persona que no pertenezca al sector. En los anuncios publicitarios, los ani­males que aparecen en ella, están contentos de volverse hamburguesa o embutido y hasta se llega a hacer publicidad de carne producida «con amor» o, incluso, carne «vegetaria­na», con tal de contentar al paladar y adormecer las conciencias. Al ha­blar de crías intensivas, nos estamos refiriendo a las crías con las que no se tiene en cuenta, en lo más míni­mo, la vida biológica del animal estabulado ya que se les considera como máquinas dirigidas y controladas cias; eludiendo en estos procesos loro principios básicos y biológicos del bienestar animal, como pueden ser: los instintos naturales, el hábitat del animal, el espacio necesario para po­der sobrevivir sin enloquecer, una adecuada alimentación y la separa­ción de la madre con su cría realiza­da en el momento oportuno.

Se produce una densidad extrema que origina grandes problemas de coexistencia, y, por lo tanto, fenóme­nos de: histeria, patología de conduc­ta, agresividad, canibalismo y altera­ción de la sexualidad. En algunos ca­sos la abulia y la muerte; en otros el refugio de la locura. Pero siempre, en cualquier tipo de crías intensivas, existe la imposibilidad de movimien­to. A los cerdos, por ejemplo ­considerados erróneamente animales estúpidos y sucios, mientras que son exactamente lo contrario—, en los criaderos se los sujeta al terreno por medio de una faja de hierro que les comprime el pecho impidiéndoles cualquier otro movimiento que no sea el dormir, comer o defecar. Aca­ban sus días como bolas de grasa con las patas pequeñas, atrofiadas y con los ojos que revelan locura. A las cerdas-madres, que en un ochenta por ciento han sufrido la dolorosa fe­cundación artificial, se les obliga a criar, durante tres o cuatro días, en una posición forzada, tumbadas en el suelo por una máquina contene­dora —«virgen de hierro»— que las obliga a amamantar todo el día. Las mismas cerdas son utilizadas de nue­vo, al cabo de poquísimos días, con otra inseminación artificial.

Consideraremos ahora, por un momento, la suerte de los terneros. Los terneros «carne-blanca» están, durante todo el ciclo productivo, en compartimentos individuales que no les permiten ni siquiera volverse. He visto no hace mucho, una foto don­de los terneros, ya demasiado creci­dos, salían estrujados de las cajas que los contenían. La cabeza baja, obli­gada a mantener siempre la posición de pesebre y de abrevadero, qu'e no contiene nunca agua sino un líqui­do en el cual se ha eliminado por completo el hierro y las sales minerales para obtener el blanqueo de la carne y para obligarles a alimentarse con ansia durante todo el día, en la desesperada búsqueda de algo que no se les permite, en una continua crisis de abstinencia. Los terneros que han sido recluidos en jaulas de hie­rro, muerden continuamente los barrotes en una desesperada tentativa de obtener hierro. Esos misma ter­neros y vaquillas reciben cada día cuatro o cinco «cocktails» a base de cortisonas, antibióticos y estrógenos, en parte para suplir los niveles de de­fensa orgánica ya muy bajos, y tam­bién para favorecer su engorde. Tam­bién, hay que añadir la tensión psi­cológica por la falta de relación con la madre y con sus propios semejan­tes, el no poder ver jamás ni una hoja de hierba, y jamás, durante su breve vida —si así se la puede definir—, un rayo de sol. Y todo ello para satisfa­cer la inconsciente y equivocada exi­gencia del consumidor de «carne de ternera blanca», es decir, completa­mente anémica. Cuanto más blanca es la carne —y perjudicial para el hombre— tanto más sufrimientos, continuos y agudos, ha costado a los terneros.

Las vacas lecheras, consideradas, en este infierno organizado, como animales afortunados, padecen cau­tiverio con cadenas al cuello, alimen­tación y medicamentos obligados y ordeñadas con una maquinaria an­tinatural.

A un deshumano común denomi­nador están sometidos todos los ani­males encerrados en los establos, sean los destinados a la experimen­tación de la vivisección, a la pelete­ría, o a la alimentación: todos están obligados a vivir, o mejor, a sobrevivir, sobre suelos de red metálica o sobre las llamadas «rendijas» que simplifican a sus criadores la moles­tia, o trabajo, de remover los excre­mentos. Este tipo de suelo les pro­voca inestabilidad e inexorablemen­te heridas y llagas en sus patas, especialmente los de mayor peso. Un tanto por ciento muy elevado llega al matadero sin poder, o saber, andar, empujados sólo por la brutali­dad de los manipuladores.

Otro agravante, además de la fal­ta de luz para que estén quietos, es la escasez de oxígeno de los coberti­zos cerrados, donde los vapores amo­niacales, anhídrido carbónico y va­hos de los excrementos forman un aire perjudicial para las mucosas en todos los criaderos intensivos. Estos factores son causa de mucha morta­lidad. Pero la mortalidad en los criaderos ros intensivos es sólo un número, un capítulo bien calculado, por la zootecnia moderna y un dato abso­lutamente insignificante a menos que no sea de origen epidémico; sólo en­tonces el ganadero toma en conside­ración el «perjuicio».

Con la automatización de las ca­denas de montaje, una sola persona es suficiente para controlar un míni­mo de 50.000 pollos; por lo tanto las ganancias con esta técnica son extremadamente elevadas, e imposibles de comparar con las de los —cada vez menos— avicultores tradicionales.

Volviendo sobre cualquiera de los criaderos «infierno»: la falta de ra­yos solares con sus necesarias y be­néficas radiaciones, provocan una importante alteración del metabolis­mo del calcio y del foto-periodo, y por lo tanto de la fertilidad. Además hay una higiene muy deficiente, que se transmite a los productos anima­les que come el hombre.

Intentemos ahora describir el ho­rror de la cría intensiva avícola ya sea de aves para huevos —que luego se convertirán, al reducir su producción, en extracto para cubitos—, o de po­llos para la alimentación. Entremos en una granja para la cría intensiva de gallinas ponedoras: un enorme co­bertizo sin ventanas y por consiguien­te, con poco oxígeno ni luz solar; mi­les de gallinas estibadas en jaulas alineadas con el fondo de una ancha red, muy inclinado, para que los hue­vos puedan rodar hasta el recogedor automático, sin que intervenga mano de obra alguna. En los países europeos —en Estados Unidos y países del Este resulta aún peor— seis ga­llinas de dos kilos cada una son es­tibadas en una superfiie del tamaño de una sola página de periódico. Esta estudiada y proyectada sistematiza­ción se considera normal, ya que en algunos casos extremos —tal como advierte el filósofo y profesor univer­sitario Peter Singer en su libro Ani­mal Liberation— se llega más lejos: en América una maxi-granja como la Ivlount Morris (New York) estiba sus gallinas, en grupos de cuatro, en jaulas de 33,30 cros. de lado. Las ga­llinas, después de poco tiempo, dan señales de stress, se vuelven histéri­cas por falta de espacio, por falta de movimiento, por el estruendo y así toda la granja acaba por volverse un manicomio de gallinas que chillan, que cacarean, que cloquean y que se pican recíprocamente. Sólo las más fuertes y prepotentes logran beber y comer. Hasta que una muerte libe­radora no las pone, con alegres «slo­gans», en nuestros platos en casa o en el restaurante. Finalmente, hay que recordar que las gallinas llegan a su última fase con las patas destrozadas, con las uñas crecidas desmesurada­mente, que se enredan a los alambres del suelo-red, a reces hasta morir; porque a ningún criador se le ocu­rrirá jamás controlar e impedir estos pequeños incidentes. No olvidemos que, las gallinas, después de pocos meses de vivir en estas condiciones, empiezan a perder las plumas y a te­ner ulceraciones en la piel. Pero la «guinda» de la civilización humana la pone el criador cuando de un ti­jerazo corta el pico a las gallinas de edad madura, para evitar que se ma­ten entre si. Esta mutilación origina un intenso shock, porque el pico es el órgano de referencia más impor­tante de un ave. 

Entre la prisión y el sacrificio, exis­te un período más o menos largo de sufrimiento: el transporte de los ani­males Los transportistas consideran a esta carne de matadero como una mercadería cualquiera. Los sufri­mientos, ya muy intensos durante los viajes normales, se hacen mortales cuando, por desgracia ocurre un im­previsto como puede ser una huelga de aduanas, de transportes o simple­mente una avería. De cualquier modo, este es un tema que mema ser desarrollado aparte.

Podríamos seguir mencionando ejemplos de todas las demás especies de animales prisioneros en los cria­deros intensivos y de todas las veja­ciones cometidas por el hombre para obtener mayores ganancias. No aca­baríamos nunca. Una alusión, en cambio, a los personajes ilustres, a los ecologistas famosos y a las dife­rentes asociaciones, todos y todas , ocupados en la defensa de nobles animales como el rinoceronte ­amenazado por su cuerno, el elefante por su  su marfil o la ballena por su po­sible extinción—. Estos también, des­de su elevado nivel de sensibilidad, desconocen la crueldad y el dolor que se esconden detrás de un macro-criadero. 

Una esperanza, en estos momen­tos, parece llegar de Suiza y Suecia donde se prevé una ley, desmantelar progresivamente los criaderos inten­sivos: una primera toma de concien­cia. Hacemos votos para que este programa se ensanche hasta llegar a ser una norma de la CEE.

La verdad es que los precedentes legislativos son poco alentadores: cito como ejemplo el «Protection of Birds Act» (Gran Bretaña) que reglamen­ta, entre otras cosas, las dimensiones de las jaulas para pájaros, exceptuan­do, ¡que casualidad!, a los pájaros llamados gallinas. O el«Animal

Welfare Aet» (Estados Unidos) que, por lo que se refiere a jaulas, se apli­ca a los Zoos, laboratorios devivi­sección,— pero no a los «Criaderos con fines alimenticios.

 

Ong ADDA  -Abril-Junio 1990


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