Confidencias con un veterinario -Carmen Mendez
Era la tarde de un sábado. Habíamos finalizado nuestra intervención en un programa radiofónico y decidimos, contertulios y presentadora, tomar un pequeño refrigerio en la cafetería contigua a la emisora. Nuestra conversación, inevitablemente, se extendió en torno al motivo que nos había reunido: los animales.
Javier, veterinario, animado por nuestra curiosidad iba intercalando las experiencias acumuladas por su profesión. El ejercicio y la práctica, en una consulta veterinaria, convierte a los profesionales en obligados observadores y hasta, a veces, confidentes de sus clientes. «Mirad -nos dijo en ocasiones he podido constatar el gran amor y el valor sentimental que representa el perro para algunos de sus dueños; como el caso de un señor, ya anciano, que fue invitado a pasar las navidades al Sur de España, lugar en que reside su hijo actualmete. El hombre se llevó consigo su pequeño perro, pero una vez allí, le manifestaron su disgusto y desacuerdo por tener que aceptar a su querido acompañante. ¡Su nuera no soportaba los perros! Ante el dilema que le plantearon decidió regresar a Barcelona sin celebrar las Navidades. Entristecido, vino días más tarde a mi consulta y me explicaba: Quiero a mis hijos, pero yo vivo solo; ellos están lejos y tienen su vida. Toda mi compañía está en mi perro. Ellos no lo han entendido: no han podido aceptar a mi fiel amigo. Yo tampoco he podido renunciar a él».
Actitudes como ésta -nos explicaba Javier- contrastan con otras que también nos vemos obligados a presenciar; por ejemplo: excusas, justificaciones y rodeos que aducen como motivos para que los sacrifiquen porque quieren deshacerse del animal alegando enfermedades insignificantes perfectamente curables. Otras veces se quejan de olores o molestias inexistentes. A veces la incomprensión, la poca paciencia o el capricho de quiénes poseen un animal es tan descarada, que representa un desafío para la posición ética del veterinario: «En situaciones como estas, intento una labor de concienciación, como fue el caso del cazador que después de haber tenido a su perra durante muchos años decidió sacrificarla él mismo. La ató a un árbol, apuntó con la escopeta y... no pudo apretar el gatillo. Vino a mi consulta, y después de explicarse me pidió que se la sacrificara. Estaba sana, sólo tenía algunos años y podía vivir perfectamente. Le pedí que la mirara y pensara en todos los años que la había tenido a su lado. Marchó. Tiempo después volvió a mi consulta acompañado de ella. Me dio las gracias por lo satisfecho que estaba de no haberla sacrificado».
En este punto de la conversación, se nos hizo inevitable la pregunta: ¿Javier? —le dijimos— ¿verdad que los animales presienten su sacrificio?. «Si, desde luego, adoptan una actitud completamente distinta: su mirada, la tristeza que transmiten es distinta a la habitual, y normal, miedo que tienen en la consulta para ser tratados de una dolencia. Los animales tienen una percepción muy acusada. Conocen bien la mirada de sus dueños, sus gestos, su olor, y deben saber que algo distinto les va a suceder».
Quienes han tenido, o tienen, un perro y han sabido conectar con su mirada, con su ternura, comprenderán perfectamente a lo que nos referimos. Su compañía puede ser un bálsamo y una terapia, difícil de superar por algunos tratamientos médicos. Por eso, cuando Maite -la presentadora- conminó a nuestro veterinario contertulio a que nos contara aquella otra historia, tan bonita, nos aprestamos, con entusiasmo a escucharlo: «Si, nos dijo, es el caso de un cliente mío, un niño sordomudo. Era un niño con muchos problemas de conducta: introvertido, siempre encerrado en si mismo, apático y taciturno. Sus padres tuvieron que acudir, finalmente, a un psicólogo y éste después de estudiarlo y tratarlo, les recomendó que adoptaran un perro para él, ya que quizás eso le ayudaría. Así lo hicieron y se decidieron por uno de la Protectora. El niño ha dado un cambio radical: su anterior ostracismo se ha convertido en un entusiasmo pleno por su perro. Comparte su renovada actitud junto a él; con una alegría increíble, hasta el extremo que, cuando acuden a mi consulta, se esfuerza por articular palabras para explicarme lo que le pasa a su compañero.
Tienen, los dos, una complicidad mutua y se entienden perfectamente ya que el niño tiene una percepción extraordinaria. Su madre, feliz y al mismo tiempo asombrada por el cambio de su hijo, me cometa el espanto y la preocupación que siente por si le ocurriera algo al perro pensando también en el día que, por fallecimiento, le falte».
No hay duda —comentamos emocionados—, que los perros son mucho más que una compañía. A veces se convierten en pequeños ángeles custodios de los humanos y nuestra ingratitud hacia ellos es la prueba de nuestro grado de egoísmo y estupidez. Esta historia nos trae a la memoria, la noticia, publicada no hace mucho en la prensa, referente a la nueva recomendación de algunos hospitales norteamericanos, respecto a la conveniencia de que los perros permanezcan en la habitación de los mismos hospitales, con sus dueños, durante su recuperación. Porque ha quedado demostrado el efecto benefactor que ejerce su presencia y compañía en el estado anímico de los enfermos. Suponemos que la medicina de nuestro país, tardará muchos años en tolerar esta singular y sencilla "terapia", cuando seguimos tan atrasados en cuestiones mucho más elementales, como son la forma de trato hacia ellos, la responsabilidad de su custodia o el reconocimento.
Pero al hilo de nuestra reunión, seguían fluyendo pequeñas historias de nuestro recuerdo y así, coincidiendo con la responsabilidad y el agradecimiento, recordamos a nuestros amigos el caso de solidaridad de unos parientes agradecidos. Fue una bella anécdota que apareció publicada en el Boletín de la Liga de Barcelona: Aparecieron una pareja de ancianos con un perro pekinés. Les dijo el anciano que iban a dejar el perro. Llenaron la hoja y a continuación entregaron un donativo de tres mil pesetas. Acto seguido preguntó si el perro ya era de la Liga y al responderles que sí, ¡oh sorpresa! Les dicen que desean adoptarlo de nuevo. Ante la extrañeza de todos los presentes, les aclaró lo siguiente: «El perro no era nuestro. Era de un familiar que falleció y nos legó una casa. En su última volutnad expuso que el perro fuera depositado en la Liga y que se les entregara a la Entidad la cantidad de tres mil pesetas. Ya hemos cumplido con su voluntad, pero después de haberlo tenido durante un mes, nos hemos encariñado con él y ya no podemos dejarlo». Así que contentos y satisfechos se marcharon de vuelta con él. ¡Qué alegría!
Claro que esta hermosa anécdota es una excepción. Cuando se trata de repartir herencias, lo más frecuente es que los herederos recoja la fortuna y se deshagan del, o los, animales lo antes posible. Y con el mínimo de molestias. ¡De patitas en la calle, sin más contemplaciones! Si los animales abandonados nos pudieran explicar de viva voz su tragedia, ¡cuánta cobardía humana encontraríamos! Porque a la mezquindad de un abandono se le suma la canallada de saber que el animal no los podrá denunciar, porque no habla y además es noble. Y así sus acciones quedan perdidas en el anonimato. Lo borrarán de su memoria, mientras se lamentan de sus propios desengaños y pasiones, mientras claman para si mismos justicia y equidad, retiro y bienestar.
«Soy joven —nos dice Maite— pero por si acaso me sucediera lo inevitable, he previsto el destino de mi perro. Me preocupa la suerte que pudiera correr mi pequeño compañero. Al igual que se testamentan los bienes y se piensa en los parientes, debemos pensar en el futuro de un ser indefenso».
El resultado del abandono es demoledor para un animal que ha conocido la compañía y el afecto. Desconcertados, engañados y temerosos muchas veces son incapaces de alejarse del lugar donde los dejaron tirados. Su fidelidad les impulsa a esperar durante horas, días, en la confianza de que su amo, su dios, su mundo, volverá a recogerlo. Entretanto va desfallecido. O iniciarán el regreso hacia donde su sentido de la orientación les lleve, o correrán al galope, desesperados, tras el automóvil que se aleja hasta caer exhaustos bajo las ruedas de otro coche... ¡Cuánta ingratitud hacia ellos! Pocos tendrán la fortuna de encontrar un nuevo hogar.
Alguien que se conmueva de su trágica soledad.
Y es que el esnobismo y la histeria también hay que sumarla a estos desaprensivos ejemplos. «Mirad, no hace mucho explicábamos a nuestros amigos, la asistente de una clínica veterinaria nos relataba, indignada, casos espantosos de frivolidades, excéntricas, para deshacerse de sus protegidos. Uno de ellos era el colmo del desequilibrio: Una dienta, apareció en la consulta para que le sacrificara su gato persa. ¡Porque no le hacía juego con el nuevo color de la tapicería de su casa! ¡Tenía que comprar otro que le encajara con la decoración! No pudimos convencerla por más que le explicamos que el gato no era un mueble. Ahora —añadió nuestra amiga— el gato lo tengo yo».
Por eso, comentamos con nuestros amigos, el problema no iadica tan solo en la aplicación de unas leyes en el caso de que existan, sino una buena voluntad política para aplicarlas o hacerlas cumplir: la denuncia, la multa o el expediente sólo resolverá parcialmente el problema. La solución tiene que ir acompañada de una buena base de formación de las personas. Hay que inculcar, hay que sensibilizar el respeto y la solidaridad a todo lo creado. «Ni siquiera pretendemos —les decíamos a nuestros acompañantes— que se amen a los animales, porque esa es una opción personal de cada uno. Lo que si necesitamos, y consideramos imprescindible para poder avanzar, es la educación en un marco de valoración hacia la vida. Sólo así podremos observar resultados positivos».
Quedamos en seguir con el tema. Nos despedimos y seguimos pensando en las bonitas historias que nos explicó Javier.
Ong ADDA Octubre/Diciembre 1990
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