¡Qué humana es Coria!. - Ken Sewell
El hecho de que una fiesta sea considerada de interés turístico siempre obedece a un interés político y privado en obtener beneficios al atraer bolsillos repletos de otros lugares a desembuchar en el lugar de los acontecimientos lúdicos. La economía de un pueblo y, por tanto, del individuo constituye el primer aspecto de la supervivencia que debe resolverse si se aspira a alcanzar el nivel de tranquilidad imprescindible para disfrutar de cierto bienestar, porque todos, evidentemente, necesitamos que nuestros requisitos mínimos estén cubiertos para tener la posibilidad de ser felices.
Desde el amanecer del sedentarismo humano y consiguiente almacenamiento de alimentos, el dinero tiene como función primordial facilitar la adquisición no solamente de comida sino también de comodidades inicialmente supérfluas, productos del superávit.
El poder político asume el cometido de fomentar y administrar del modo más beneficioso posible la economía de la comunidad y aquí se trata de establecer si la actuación de las autoridades defensoras de las fiestas de ética cuestionable obra en beneficio real del pueblo o no.
En primer lugar, la asistencia de personas de pueblos vecinos supo ne un incremento en el contenido de las arcas particulares y municipales. Por otra parte, la popularidad de los oficiales del ayuntamiento, mientras no sepan diseñar un programa turístico más rentable, debe depender parcialmente de su apoyo manifiesto a lo que hay. Son dos tipos de interés perfectamente justificables, al menos a primera vista. Sin embargo, si consideramos la situación con mayor detenimiento, en seguida nos damos cuenta de que ambas posturas padecen del mismo grave mal: son totalmente primarias. En otras palabras, no toman en cuenta más que el presente, están enfocadas exclusivamente a un ingreso inmediato. La verdad es que me gustaría saber la cuantía de la recaudación en el período de estas fiestas... sólo por curiosidad... porque esa cifra ha de ser muy elevada. No creo que nadie hipotecara su imagen, la de su pueblo y, lo más importante, la cultura de la juventud por una miseria.
En el fondo, supongo que los responsables políticos no se dan cuenta de las repercusiones negativas que implica exponer a los jóvenes a semejantes espectáculos. Y, mientras no dudo de que los más pequeños sentirán cierta vergüenza si, en su adolescencia, oyen nombrar aquella fiesta, la de su pueblo, donde presenciaban «lo del toro» desde el regazo de sus padres, me gustaría mucho poder contribuir con mi grano de arena a la aceleración del proceso de culturización. Cultura significa información, nada más. Profundamente arraigado en el mismo reino que el toro, el reino animal, el ser humano goza de un privilegio único: poder aprender de la experiencia ajena; en virtud de lo cual, someto al criterio del lector mis vivencias al respecto de los entretenimientos que ocasionan torturas a los animales. En toda Europa y Estados Unidos, lugares donde el ciudadano medio goza de cierto bienestar económico y cultural, los grupos minoritarios y aislados que se dedican porque todos atenían en mayor o menor grado contra la sensibilidad, ese don de la naturaleza que potencia la discriminación entre lo que es beneficioso y lo que es perjudicial.
El nivel educativo también es fundamental en todos los aspectos del comportamiento humano, ya que contrarresta la violencia generada por la impotencia. Este mecanismo de descarga no actúa de forma específica. El fracaso emocional o laboral crónico puede perfectamente encontrar un desahogo momentáneo en cualquier acto de crueldad mientras que, con la preparación necesaria para afrontar y resolver la causa del sufrimiento, éste cede ante la satisfacción del dominio de la situación. Estas observaciones perfilan otra realidad de la típica fiesta con animales. Los máximos protagonistas sobre el terreno siempre son cuatro: los menos preparados para la vida, digamos, moderna. Violentos, a veces alcoholizados o drogados, estos chavales no pueden rechazar la invitación municipal a exponerse compulsivamente en nombre del valor una vez al año. Si sale bien, es relativamente fácil «ser alguien». No hacen falta ni conocimientos ni disciplina. El único requisito es la desorientación, acompañada de su más notorio vástago: la angustia vital.
Estuve en la ciudad de Coria el pasado día 24 de junio, para ver cómo era esta fiesta de interés turístico nacional. Mis conclusiones son las siguientes: Los Caurienses que conocí, y conocí a bastantes, eran personas extraordinariamente abiertas y hospitalarias. Me acompañaron, me enseñaron, me explicaron... tan favorable fue la impresión que me causaron que decidí escribir este artículo en parte para pagar mi deuda de gratitud con ellos, aunque esta motivación quizás no sea inmediatamente reconocible en el texto.
El pueblo en sí tiene belleza y riqueza histórica, apreciables incluso bajo el sol de justicia que mantenía la temperatura diurna a 40° C. Ahora bien, si estuviera aconsejando a un amigo que tuviera interés en conocer la zona, le recomendaría que pasara olímpicamente de llegar durante las fiestas. En esta época, el ambiente es extraño, a horcajadas entre la Baja Edad Media y la civilización moderna que no acaba de llegar del todo. En una palabra: cutre, como la imagen de un indígena que viste una camiseta de poliéster.
Cuando sale la víctima de la fiesta a la plaza del ayuntamiento, muchos adolescentes (y no tan adolescentes) le tiran dardos de fabricación casera al cuerpo. Estos proyectiles están compuestos por un alfiler inserto en un cucurucho de papel de unos quince centímetros de longitud. Se introducen cuatro o cinco perdigones para aumentar la navegabilidad del conjunto, que se compacta con cera derretida, y ya está. El dolor ocasionado, que se traduce en movimientos bruscos y repetidos del animal, depende del grosor de su recubrimiento protector de grasa. Por supuesto, siempre hay quien apunta a los ojos, a la cara y a otras partes especialmente vulnerables, desde el anonimato.
Después de media hora aproximadamente, se abren las puertas de la plaza del ayuntamiento y el toro recorre libremente las calles durante un par de horas más o algo así, hasta que uno le pega un tiro en la frente con una escopeta y una enorme excavadora de color amarillo recoge su cadáver con la pala y se lo lleva. No hay más. Así acaban seis toros. Mientras el toro estaba por las calles, la inmensa mayoría de la gente adoptaba actitudes de espera no relacionadas con el desarrollo de la acción. Reinaba una especie de cumplimiento; no se respiraba entusiasmo. Los grupos formados, copa en mano en las entradas de los bares, conversaban de asuntos cotidianos. El toro estaba muy lejos en todos los sentidos. Se exponía únicamente quien necesitaba hacerlo: esos cuatro, que condicionaban con su triste ejemplo a corazones ingenuos.
¿Que la corrida corriente es más cruel...? Estoy de acuerdo, pero no por ello deja de parecerme estúpido basar la defensa de un acto perjudicial en el hecho de que existe uno aún peor. Nadie que no esté vinculado económica o visceralmente con el asunto profiere apologías tan poco inteligentes. Siguiendo este razonamiento, llegaríamos a: «¡No se enfade tanto, hombre!» Si precisamente he violado a su hija menor es porque sabía que la mayor padece de hipertensión. Personalmente, y admitiendo que no existe un orden preestablecido en el mundo, prefiero aportar algo para que algún día lo haya que no al revés.¿Se necesita el dinero de las fiestas para mejorar la educación de los niños? Sólo un embustero ofrecería semejante disculpa. ¿Acaso recogería Vd., un billete si el mundo entero le advirtiera de que era portador de un cultivo virulento? Ni que fuera de diez mil pesetas... por mucha necesidad que Vd. tuviera. Y si lo hiciera, ¿qué pensarían los que le vieran llevarlo a su casa, el hogar de sus seres supuestamente queridos? El ejemplo arrastra. La irrespetuosidad hacia cualquier forma de vida arrastra a la falta de respeto ante nuestra propia especie. Y ya me dirá Vd., de qué nos sirven nuestros esfuerzos si no acaban al servicio de una vida más placentera para todos. Es probable que vuelva a Coria, para tomar contacto de nuevo con personas tan agradables como las que me acogieron espléndidamente durante mi primera visita. No obstante, tengo una cosa muy clara. La próxima vez, quiero ver a toda la gente en su salsa, no como si estuviera aburriéndose en la cola de una carnicería.
Desde luego, sé cuáles son las fechas que debo evitar... la semana cutre, cuando los políticos involucrados, únicos artificies de la impresión totalmente errónea que el resto de España tiene de Coria, hacen obsceno alarde de su falta de visión de futuro. Porque durante las fiestas de San Juan, esa gente, y no los verdaderos Caurienses, es... es Coria.
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