Los Valientes - Francesc González Ledesma

ADDAREVISTA 7

Los valientes eran varios centenares, todos armados con largas lanzas, todos sudorosos, todos sintiendo una cosa rara en su sexo cada vez que pensaban en la sangre. Hacía sol.
Detrás de los valientes a pie estaban los valientes a caballo, atisbando por encima de la multitud el momento en que el toro sería soltado en el «cerrao» de Zapardiel. Se oyó un grito, un grito ronco, lanzado a la vez por centenares de gargantas.
Damián, que estaba sobre una tapia, pensó en una poesía de tema mejicano que había leído tiempo atrás: «Trompeta y rataplán. Trompeta y rataplán». Debía de ser el sol.

Núñez, que estaba sobre un carro, pensó algo mucho más sencillo:
—¡Concho!
El toro tenía estampa, tenía peso y todas aquellas cosas que parecían desear los valientes. Damián pensó: «Trompeta y rataplán. Es orgulloso, orgulloso. Es presumido, presumido».
Pero a pesar del orgullo y la fiereza que los valientes le atribuían, el toro corría asustado por entre los caballos. Trató de embestir a uno de ellos pero los jinetes lo rodeaban, lo asfixiaban por todas partes. Materialmente aprisionado se le hizo llegar hasta la plaza rodeada por los carros.
Un meticuloso que había llegado a Tordesillas aquella mañana miró su reloj y pensó: «Le quedan diez minutos de vida».

Núñez vio entrar al toro en la plaza.
Más locuaz que en la primera ocasión, pensó: —¡Reconcho!
Un griterío desacompasado, violento, bestial se elevaba de la tierra polvorienta. Arriba, el sol.
Damián cantaba ahora en voz alta: «¡Trompeta y rataplán! ¡Trompeta y rataplán!».En el centro de la plaza, los valientes esperaban detrás de sus lanzas. Al aparecer el toro, todos lo llamaron a la vez. Los hierros avanzaron buscando su presa.Pero aún no había llegado la hora.
¿Qué suplicio divertido puede durar menos de veinte minutos?
Damián pensaba: «Esta vez las banderillas las ponen los alguaciles, los alguaciles».En lo alto de uno de los balcones, don Celes gruñó:
—Los alguaciles.

El sol entraba a raudales por la balconada abierta, dibujando con relieves duros y agresivos los senos y la grupa de Claudia. Era la única mujer que estaba sola en un balcón. Ella quieta ancha, eterna, y más allá el mundo vociferante y abrasado por el sol.
Don Celes dijo:
—Anda, entra.
—Déjame. Quiero ver quien pone las banderillas este año.
—Ya te lo he dicho: los alguaciles.
—Estáte quieto, Celes. Nos pueden ver.
—Por eso lo digo. Anda, entra.
Núñez los miraba desde su carro. Tenía la boca seca y volvía a sentirse poco locuaz:
—¡Concho!

El toro ya parecía pedir piedad en el centro de la plaza castellana, cansado del griterío, de los capotazos, del polvo, de la lentitud de su propia sangre. Damián, al llegar aquí, pensaba todos los años lo mismo: «Ahora, si pudiese, se suicidaría».
En el cielo azul, seco, árido y como en barbecho acababa de estallar la alegría de un cohete. Al toro se le abrió una puerta hacia la libertad y hacia la muerte. Los valientes gritaron otra vez.
Claudia, ya dentro, gritó también.
Y luego:
—No sé qué te pasa hoy, Celes.

El toro corría, corría hacia la Vega por la calle de San Antolín, hacia los pinares, hacia la gran madre agua, hacia la quieta verdad de la hierba y de la tierra. Pero al final del camino estaban los jinetes. Había valientes tan valientes que llevaban una lanza de seis metros, para que el toro no se les acercase demasiado. Damián, corriendo detrás del macho, gritaba ahora con todas sus fuerzas, como enloquecido: «¡Trompeta y rataplán! ¡Trompeta y rataplán!».
(Un generalito fusilado junto a una tapia de cal, mientras detrás de un montículo su viuda era violada. Pensamientos que Damián no había confesado nunca, ni siquiera en los sombríos jueves que precedían a los primeros viernes de cada mes).

Los valientes sabían que acababa de llegar su hora. Varios de ellos se habían arrimado a una tapia, con la lanza entre las piernas, agitando boinas, pañuelos y hasta pedazos de sus camisas (¿quién va a creer que me he acercado si no llevo ni la camisa rota?). Al embestir el toro, después de azuzarle cien veces, quedó parcialmente ensartado en las lanzas. Su sangre —el primer chorro de sangre de verdad— salpicó a los valientes. El toro babeaba, se retorcía sobre sus propias entrañas. Las mujeres que había encima de los carros, a la orilla del río, apretaron los labios a la vista de aquel chorro de sangre. En sus hímenes secos, ya hojaldrados, algo palpitó. Era la fiesta. Celes decía metiendo sus manos bajo las ropas de Claudia: «Es la fiesta, la fiesta».

El toro se desprendió de las lanzas con un grito casi humano de miedo, de angustia, de dolor (porque el miedo, la angustia y el dolor son sentimientos instintivos que tienen hasta las hormigas), corneó a la luz, a la tierra ensangrentada, y luego se detuvo. Por un momento, el sol brilló en sus ojos. Un momento. El viejo padre sol, el buen dios pagano del que ya nadie hace caso. Se arrojó luego sobre las lanzas, buscando su propia muerte, el fin del suplicio. Un arma monstruosamente larga lo atravesó de parte a parte. Cayó sentado sobre sus patas traseras, mientras alzaba al cielo la lengua convertida en una espuma babeante.

Los valientes, precedidos por docenas de lanzas, se arrojaron sobre él como una ola. El toro desapareció tragado, absorbido por la multitud aullante. A lo lejos, en lo alto de la calle de San Antolín, un muchachuelo grito: «¡Fiesta!».
El valiente de la lanza más larga sabía que el alcalde le iba a dar un montón de duros por su hazaña. Dijo, mientras cortaba los testículos del toro:
—Esto ha durado poco.
Otro añadió:
—A veces son mejores las vacas. Están más rabiosas porque antes se les ha separado de sus crías.
Y Núñez, desde lo alto del carromato, se sintió locuaz otra vez. Miró el sol, miró la inmensa polvareda, y dijo en voz alta:
—¡Reconcho!


Relación de contenidos por tema: Fiestas populares crueles


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