La sensibilidad del aficionado - Prados-Vilar

ADDAREVISTA 8

La amable coincidencia de pertenecer como miembro asociado a ADDA, abre una nueva página en el libro de mi experiencia. No es la primera vez que ésto me sucede. Con los años han surgido ante mi entendimiento otros mundos como el vegetarianismo y el control mental, por recurrir sólo a dos ejemplos. Y cada uno de ellos me han conducido a la reflexión. Vamos por nuestro mundo como «robots» por la línea superficial de las cosas. Sabemos de nuestra convivencia con los seres terrícolas que se alimentan y descansan, se divierten y trabajan, pero desconocemos las otras microcomunidades, estables o esporádicas, delimitadas, seleccionadas y agrupadas por avatares singulares. Como en anteriores ocasiones, esta nueva experiencia ha desvelado mi mente a un tema que, en verdad no me era totalmente desconocido y con el que me he identificado sin esfuerzo.
Esta pertenencia ha contribuido a despejar la neblina tras la cual yacía una escena lejana en el tiempo y brumosa en el recuerdo. En la década de los cuarenta, visité asiduamente la histórica ciudad de Burgos —La Caput Castellae— que me tenía cautivado por sus monumentos. En su excelente casino frecuen¬taba una de sus tertulias, afición muy enraizada en mis costumbres. En 1943 coincidieron las «Ferias y Fiestas de San Pedro y San Pablo», en cuyo cartel de festejos el Ayuntamiento anunciaba dos corridas de toros. En la tertulia me invitaron a uno de los espectáculos que nunca han tenido cabida en mis inclinaciones. Si la memoria no me despista con una de sus habituales cabriolas, recuerdo haber pisado una sola vez los tendidos en la Monumental de Barcelona en cuya corrida contendieron mano a mano Ginesillo y Lagartito.

Mi sentido de la gratitud superó a mi, por entonces, excepticismo hacia las corridas de toros, y acompañé a mis contertulios a una sola de las lidias. En aquel coso taurino de la capital burgalesa fui espectador de una escena singular, casi olvidada, y que la magia de ADDA me ayuda a recordar forzando el dispositivo de la memoria. En una de las lidias había llegado el turno al picador; en la plaza los aficionados vibraban vitoreando el lance del picador con el toro. Súbitamente, los vítores cedieron el protagonismo al escándalo. Ante mi sorpresa, me explicaron que el picador había clavado la puya contraviniendo las reglas.
Al clavarla, había efectuado un movimiento de barrena, no permitido en el lance. El picador fue sancionado a abandonar la plaza dirigiéndose lento y cabizbajo hacia la salida. Ya en el sector de barreras recibió un botellazo en la cabeza que le hizo descabalgar.
El resto del día lo pasé inmerso en lo que había presenciado; en el color de la «Fiesta», en el entusiasmo de la gente y, especialmente en el curioso lance del picador. De noche, en la soledad de la habitación del hotel, intenté bucear en la que me pareció singular sensibilidad del aficionado taurino. No podía entender por qué la tortura puede tener dos caras, la buena y la mala. No comprendía cómo dos puyazos, iguales en mi ignorancia, podían desencadenar uno el entusiasmo y el otro la indignación.

Nunca he abrigado sentimientos «antis», pero para mí, lego en estas lides, la acción del picador es reventar al toro para reducir sus fuerzas. Y el medio es la tortura. Vuelvo a recordar estas reflexiones de entonces, y recuerdo también que concilié el sueño con la decepción en la mente. En la tertulia del siguiente día se comentaba el lance del picador al incorporarme a la reunión. Todavía de pie y sin conocer los comentarios condené la brutalidad del que lanzó la botella. Sin tiempo a sentarme recibí la réplica de uno de los contertulios quien se puso en pie con la energía de un toro de casta. ¡Merecía un castigo mayor! No quise entroncar con una polémica que nos podía llevar a un cruce de ideas. Me acomodé en la butaca y, pensé. Pensar, a fin de cuentas no ofende a nadie. Y, tal vez, buena parte del problema subyacía en mi entendimiento que me cerraba el paso a la comprensión del fenómeno taurino. Porque no podía desalojar de mi mente esta idea: con barrena o sin ella se torturaba al astado en aras de su sacrificio, de la estocada final. No pude entenderlo de otra manera.
Nunca pensé rescatar de mis recuerdos esta polvorienta y amarilla vivencia. El pertenecer, ahora, a ADDA ha hecho el milagro.  

 

Ong ADDA  -Octubre/Diciembre 1991


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