Una historia real: Regina, un bebé elefante, ya está a salvo

ADDAREVISTA 2

El presente relato es un noble testimonio de solidaridad. Para rescatar a la pequeña elefante de su trágico desamparo, fue necesario unir la voluntad y el valor, al sentimiento de amor. Tan nobles acciones contrastan con la injusta ambición de quienes promueven y especulan un comercio prescindiendo del cruel holocausto que producen. Los objetos de marfil, que tan vanidosa y egoistamente se exhiben, constituyen el mudo, e indiscutible, testimonio del asesinato. Con este artículo, Bill Clark, miembro activo de «Friends of Animáis» (USA), inicia una estrecha colaboración con ADDA DEFIENDE LOS ANIMALES.

Le llamamos Regina. Es un bebé elefante nacida en algún lugar, sobre finales de Diciembre, en el remoto Parque Nacional Grebo de Liberia. Nació en la mitad de la estación seca; una deliciosa época de la selva oeste africana, con suaves brisas y abundantes frutos salvajes. La madre de Regina le dedicó toda clase de cuidados y fue muy amorosa con ella. Lo sé, porque a la tierna edad de cuatro meses, la pequeña Regina tuvo fuerza para superar el más terrible de los dramas tanto físico como psíquico. Fue en Abril pasado cuando los guardas del parque descubrieron el cuerpo inerte de su madre. La habían matado, sólo unos días antes, los cazadores furtivos en busca del marfil. Encontraron a Regina de pie al lado de los restos mutilados de su madre; los malvados le habían destrozado la cabeza a fin de arrancar sus colmillos. La pequeña Regina, ciertamente, fue testigo de aquellos terribles sucesos y no dudo que estos recuerdos quedarán en su pensamiento a lo largo de toda su vida. El por qué confía, todavía hoy, en los seres humanos es un milagro que no logro explicarme. Es de suponer que también trataron de cogerla para venderla a comerciantes con destino a circos o parques en forma de safaris, ya que cuando la recogimos sufría de múltiples heridas en la cabeza y los costados. La mayoría de los animales vivos, que vemos normalmente, han sido arrancados de esta manera del lado de sus madres. Los «Rangers» la rescataron y la llevaron a la ciudad de Zwedru, situada no muy lejos del río Cavalla que forma frontera con Costa de Marfil.

Por pura coincidencia me encontraba en Liberia cuando ocurrió este suceso. Yo había llegado junto a Avinoam Lourie, que es director de la protección de la fauna salvaje en la Reserva Natural de Israel y al cual se le había encomendado la puesta en marcha de un nuevo orfanato y centro de rehabilitación, situado a las afueras de Monrovia, la capital de Liberia, sufragado por FRIENDS OF ANIMALS (Amigos de los Animales) y un grupo norteamericano que colabora estrechamente con el suizo Franz Weber y su Fundación. Teníamos planificadas varias semanas de intensos trabajos para poner en estado de «operatibilidad» el refugio antes de que llegasen los señores de la «alfombra roja» y cortasen la cinta inaugural.

«Sabes, tenemos un elefante huérfano en Zwedru» me comunicó Alexandre Peal inmediatamente después de mi llegada. «Alex», como le llamamos, es el encargado de los parques nacionales y conservación de la vida salvaje en Liberia, y reflejaba en su cara una expresión de profunda preocupación. La existencia de este animal significaba que había sucedido una tragedia. Pero otra tragedia ocurriría al tiempo en Liberia: la guerra civil. Con la ayuda de un mapa, Alex señaló, justo encima hacia la derecha donde estaba Zwedru y luego donde estábamos nosotros, — Morovia—, justo a la izquierda: «Y ésta es la parte ocupada por los rebeldes» dijo, señalando la parte central que quedaba entre las dos ciudades. «Todas las carreteras hacia Zwedru están cortadas. No podemos ir hacia allí». Pero, añadí yo: «¡podemos ir volando!».

A la mañana siguiente, junto a Avionoam, nos encontramos en la Embajada Americana, expusimos nuestro proyecto del Refugio Orfanato y Rehabilitación de Animales y, de pasada, explicamos el caso del elefante huérfano de Zedru, ¿DONDE? exclamó boquiabierta la cónsul que se mostraba excitadísima. Sacó un plano de la zona y nos dio la misma lección de geografía política que ya conocíamos, solamente que esta vez con un derroche de vigorosas gesticulaciones. Señalando una y otra vez con los dedos la zona decía: «¡Zwedru está completamente aislada! Los rebeldes dominan esta parte del país y Charles Taylor su jefe, ha avisado que disparará contra cualquier avión que lo sobrevuele. Y ya ha derribado a varios. Si van allí, ¡los derribarán, los matarán!».

Correctamente le dimos las gracias y una vez fuera Avionoam me dijo: «parece algo excitada. Tú crees que debemos hacerle caso?» «Claro que no», le respondí, «además el gobierno nunca hace caso a mis consejos, ¿por qué he de seguir yo los suyos? Nosotros somos Amigos de los Animales y tenemos uno que nos necesita. Vamos a ver si Alex ya tiene listo el aparato». Yo ya conocía algo de la forma de negociar en el estilo africano, pero Alex ya nos había reservado pasaje en un avión «Caribou» construido por DeHavilland, pintado con camuflaje de guerra y con las insignias del ejercito liberiano. El piloto era canadiense con un sonrisa enorme y una camiseta amarilla que decía «The Boss» (El Jefe). Nuestro equipo de rescate lo componía Avionoam, Willy Wiapla —un forestal que se había unido al Centro desde los inicios del proyecto—, y yo mismo. Componían el pasaje varios soldados en equipo de combate y unas jóvenes enfermeras con algunos niños. Volamos alto. Muy alto. Lo suficiente para no ser un objetivo fácil si nos disparaban desde el suelo. Volamos tan alto que todos estábamos tiritando de frío y la mujeres abrazaban a los niños con su ropa para abrigarles en lo posible.

«No podemos hacer esto a la vuelta» le dije al sonriente piloto cuando charlábamos en una especie de pista de tierra que eufemisticamente le llamaban «Aeropuerto de Zwedru» «Tenemos que llevar a un bebé elefante con mucho cuidado, está extenuada, débil con un par de heridas infectadas, diarrea, y no sé que más. Una temperatura tan fría la mataría». «No hay ningún problema» contestó encogiéndose de hombros, «¡volaremos bajo!». Cinco forzudos ayudantes introdujeron a nuestra huérfana, dentro de una caja de madera, por la portilla trasera del Caribou. Nuestro «Boss» puso gas a fondo a sus motores y entre una nube de polvo nos elevamos hasta alcanzar la primera y espesa nube de la estación lluviosa.

Volamos en forma de zig zag en busca de las nubes a fin de camuflarnos de los disparos desde tierra mientras gruesas gotas hacían hilillos de agua a través de las ventanillas del avión. Busqué en mi botiquín y con unos algodones estériles tape las orejas del pequeño elefante. La jaula no tenía ninguna manta para poder abrigarla ni se habían preocupado de ello. Nuestro bebé estaba, indiscutiblemente, bastante nerviosa, por lo que los tres nos pusimos alrededor de ella y empezamos a darle todo el afecto que desesperadamente necesitaba tanto como la leche que la debía sacar de esta atormentada infancia. Se calmó un poco. Le di unos sorbos -no muchos- de agua mineral y entonces se sentó pasándose el resto del viaje chupando lo único que le podía ofrecer: mi dedo pulgar.

Alex nos estaba esperando en el aeropuerto de Monrovia con un camión y un equipo, de forma que después de una hora de haber aterrizado, Regina pasaba a ser el primer huésped de nuestro Refugio-Orfanato. Avionoan hizo la primera guardia, preparó las medicinas chafando las pildoras de vitaminas y la limpió. Esto me proporcionó dos o tres horas para volver a mi hotel, lavarme, cenar y estar listo para pasar el resto de la noche. Cuando volví serían las nueve de la noche y Regina ya había tomado su biberón. Me preparé a pasar la noche estirándome en el pequeño cuarto que habíamos preparado para Regina que se paseaba junto a mi. Y en la oscuridad sentía su pequeña trompa, buscando mi cabeza y mis hombros. Se durmió justo a mi lado. Le hablé quizás más de una hora explicándole cosas maravillosas. Le hablé de Avionoam que acababa de marcharse: «es competente, muy competente y te cuidará... te lo digo de corazón». Y le hablé de Jacques Lacroix, al que honorarían con una placa de bronce a la entrada del Refugio, «algún día cuando se termine la guerra y tengamos tiempo de preparar una ceremonia que nosotros los humanos hacemos en los preciosos tiempos de paz». Y le hablé de Alex, un hombre al que admiro enormemente, y de Judith y Franz Weber que han luchado durante años con tenacidad para la protección de los elefantes. «Ya verás», le dije «Hay mucha gente que te quiere y te dará todo el cariño que necesitas. Ya no estarás nunca más sola». Regina Bstuvo pronto roncando y, un poco más tarde, creo que yo también.

El despertador sonó a medianoche. Era la hora del biberón. Con la linterna apoyada entre la cabeza y el hombro, dosifiqué la leche en polvo con el agua, la removí, le añadí el aceite de coco y vitaminas. Regina ya estaba de pie y dispuesta a tomárselo antes de acabar de prepararlo. Me pregunté si tenía que hacer el erupto, «pero, ¿cómo puedo lograrlo?». Decidí sacarla a pasear un poco y así lo hicimos en la obscuridad del paisaje. Ella se mantenía muy cerca de mi. Presentí que necesitaba mucho el contacto físico y así, parándome a menudo le pasaba mi brazo entre su cabeza y hombros. Tal como haría su madre con la trompa. Dimos una vuelta durante quince o veinte minutos y volvimos a nuestro refugio en donde me estiré en el suelo. Regina estaba tan cerca de mi que se restregaba con mi espalda. Ronroneaba, un sonido muy particular que hacen los elefantes, no como los gatos sino mucho, mucho más profundo. Un sonido tan hondo que pensé que provenía de las profundidades de la misma tierra africana. Y como estaba yaciendo a su lado lo sentí, más que lo oí. El ronroneo retumbó en todo mi cuerpo. Sé que llegó a lo más profundo de mi corazón. Quizás a lo más profundo de mi alma.

No precisé de despertador para el próximo ágape. En la oscuridad, noté el suave contacto de la trompa de Regina en mi cara y en mi cabeza. Me llamaba su atención con su cabeza. Entonces me espetó el soplo cálido de su aliento frente a mis ojos. «Ya va, ya va. Ya estoy despierto. ¿Qué hora es?». Eran las 2.57 horas. «Te has adelantado tres minutos» le murmullé levantándome. La noche eran tan oscura que con los ojos abiertos era como si estuviesen cerrados. Una fina lluvia caía sobre la selva y producía un suave ruido de millones de gotas al caer en la espesura del bosque. El aire húmedo traía toda la riqueza de los olores de los bosques africanos. Pero Regina no estaba de humor para apreciar estas maravillas de la Naturaleza. Colocando su cabeza contra mis piernas, me empujaba en dirección al biberón.

Y así pasó la primera noche, seguida de las grises nieblas del amanecer y después el Sol tórrido del mediodía. Organizamos los trabajos, establecimos el régimen para el bebé, llamamos a la veterinaria para cuidar sus heridas y acabamos los detalles para la buena marcha del Refugio. La Doctora Piety Breukel, holandesa, es nuestra veterinaria; «Sabe, la mayoría de las embajadas han avisado para que los extranjeros abandonen Liberia a causa de la guerra civil», nos dijo, «y a causa de esto tengo un gran número de peticiones de ciudadanos que tienen animales salvajes y perros. No se pueden llevar sus chimpancés, loros y antílopes a América y Europa cuando son evacuados».

Nuestra conversación fue muy breve: «Sí, es cierto, el Centro abrirá sus puertas a todos estos animales. Discutiremos el tema legal más tarde, a su tiempo. Y podemos confiscar a la mayoría, o quizás a todos, con la idea de rehabilitarlos para integrarlos en los parques protegidos de la selva. Pero de momento vamos a hacernos con estos animales». «Sí, éste es el caso» dijo Alex: «hay unos pocos animales que también conozco, que los tienen ¡legalmente. No los he confiscado porque no sabía donde dejarlos, pero ahora que todo está a punto: ¡vamos a  por ellos!». El primer vecino de Regina fue una chimpancé hembra de ocho meses, confiscada personalmente por Alex. Nadie se opuso «la llamaremos Priscilla».

Pronto incorporamos tres nuevos trabajadores: Bolaway es un hombre joven y fuerte que llegó al Centro como obrero de la construcción. Se lo conoce de cabo a rabo y tendrá a punto todo el asunto de reparaciones. Laytoya y Helena son dos chicas jóvenes bachilleres, viven en un poblado cercano y se han hecho cargo de la alimentación de Regina —que se dedica a regar con la trompa a Priscilla, junto a otros tres chimpancés que han llegado últimamente— y muestran una enorme cantidad de afecto y cuidados a todos los animales que han encontrado refugio y amor en nuestro santuario.


Relación de contenidos por tema: Conservacionismo


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