La soledad. Cuento breve -Francesc González Ledesma

ADDAREVISTA 14


LA SOLEDAD

Cuento breve por Francesc González Ledesma

- Nunca podrá detener usted a nadie con tanta facilidad- le dijo el comisario al viejo policía, que ya no estaba para demasiados trotes y encima no veía bien-. Se lo pongo tan chupado porque usted ya no está para grandes cosas, y los últimos delincuentes a los que le mandé perseguir se le han escapado como quien dice tocando la guitarra. Pues vamos a ver, hombre, si esto lo hace bien. Mire usted: ¿conoce la parada del autobús que hay en el Valle de Hebrón, aquí, en Barcelona, al lado de la Residencia de la Seguridad Social?

- Pues claro que sí: eso lo conozco- farfulló el viejo policía con un cierto gesto de dignidad ofendida.

- Encontrará allí a nuestro hombre, a Jorge Lamata. Vaya y deténgalo. Seguro que no opone resistencia.

- Jorge Lamata... Sí, ya recuerdo. Pequeños robos. No es una pieza muy importante, que digamos.

- Por eso se la doy a usted. Aquel policía desahuciado por los poderes públicos tragó saliva penosamente.

- ¿Y va a hacerme creer que ese hombre se pasa la vida en la parada del autobús? - preguntó.

- Pues casi, casi... ¿Y sabe por qué?

- No, la verdad, no puedo imaginarlo. Quizá es que el autobús no llega.

- ¡Bah! No lo ha adivinado usted. Se trata de una historia, digamos... más íntima. Si repasa la ficha de Jorge Lamata, se dará cuenta de que fue un hombre honrado antes de todo esto. Tenía trabajo y siempre tomaban el autobús juntos su esposa y él. Cada mañana aquella parada, el cielo ancho, los coches rugiendo, las colinas en la lejanía... Quién sabe si los dos, a base de años, llegaron incluso a hacerse amigos de algún pájaro. Bueno, pero un mal día la mujer murió.

El viejo policía sabía lo que significaba eso de los años. Sabía lo que significaba la soledad cuando la mujer que amabas se ha ido para siempre. Farfulló con un soplo de voz:

- No...

- Ahora está sin trabajo, pero cada día a la misma hora, exactamente a la misma hora, va a la parada del autobús y espera. No hace nada más. Sólo espera. Luego vuelve la espalda, hunde los hombros y se va. Así de sencillo.

- De modo que es como si tuviera la sensación de que encontrará allí a su mujer...

- Vaya, hombre, veo que empieza usted a tener imaginación. ¡Pues claro!

- ¿Y quiere que yo lo detenga?

- Se lo he puesto fácil, ¿no? ¿O qué pretende? ¿Que se lo envíe por correo?

El viejo policía se levantó de la silla. Veía de una forma confusa la luz del balcón, oía trinar fuera un pájaro. Pero una espantosa sensación de vacío acababa de entrar en él, un goteo de saliva amarga le iba llenando la boca. Sin querer mirar al comisario susurró:

- Sí, señor. Lo detendré.

Y salió del despacho mientras ya no veía la claridad del balcón, ni oía cantar al pájaro.

En efecto, era sencillo. Lo más sencillo del mundo. Jorge Lamata estaba cada día allí, con la mirada perdida, viendo pasar los autobuses. Pero no se encontraba solo, según vio el viejo policía. Ahora le acompañaba un perro que también hacía con él el camino de su soledad. Era un chucho resignado y fiel, manso, callejero y delgadillo, un pequeño chucho sin historia. O quién sabe si con muchas historias que el pobre animal nunca podría contar. Pero acompañaba a Jorge, estaba con él, le quería y le comprendía. La mirada del perro era la única mirada amiga en aquel camino de las sombras.

El viejo policía no se atrevió a detenerle. Le pareció tan miserable como rematar a un animal herido. Era todo tan fácil, tan fácil que le dio a la vez pena y asco. Lentamente volvió la espalda.

Las mañanas madrugadoras, ésas en que la gente va a trabajar, tienen malas bromas, ya se sabe. Y cuando uno es viejo no debería salir antes de las diez, claro que no. El caso fue que el policía atrapó un resfriado de esos de reglamento y tuvo que guardar cama. Fueron quince días, porque la cosa se complicó. Ya se sabe, hombre: a partir de los sesenta, cama, pastillitas y leche caliente, hágame usted caso. Lo cierto fue que cuando el viejo policía llegó de nuevo al despacho arrastraba un poco los pies. El comisario gruñó:

- ¿Qué? No lo detuvo ¿eh?

- Es que aquel día no fue -mintió el viejo policía-. Pero no se preocupe, lo detendré hoy.

- No hace falta.

-¿Qué pasa? ¿Lo detuvieron otros?

- No, nada de eso. Jorge Lamata murió en un atropello de coche. Lo enterraron hace más de diez días. Hala, hala, olvídese de él.

Pero el viejo y tronado hombre de la ley no se olvidó. Y es que no pudo. Con las manos en los bolsillos volvió a la parada del autobús, a la mañana obrera, los coches rugientes y las colinas lejanas. Fue entonces cuando vio al perro allí. El perro estaba allí, quieto en la parada del autobús. Seguro que iba todas las mañanas, a la misma hora, esperando encontrar a su dueño.

El viejo policía regresó al despacho. Llevaba un bulto bajo el abrigo, un bulto al que acariciaba temerosamente.

-¿Qué?- preguntó burlonamente el comisario- ¿Ha detenido a Jorge Lamata?

- No,- musitó el hombre de la ley-: He detenido a su perro.

 

Ong ADDA    Marzo 1995


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