Reina de mi corazón. Un hecho real

ADDAREVISTA 27

Desde muy niña Dolores había sentido un amor profundo por los animales. Cuando le preguntaban por qué los defendía tanto habiendo gente que pasa hambre, ella respondía que el mundo está lleno de injusticias y que las personas hablan y se pueden quejar, pero los animales no. Por eso, cuando vio en un rincón de una casa con jardín a aquel cachorrillo de pocos días, sucio y que temblaba como una hoja, le dio un vuelco el corazón.

"Es diferente de los demás, tiene las orejas caídas"- le explicaron los dueños-. "Si no lo quiere nadie tendremos que sacrificado, porque no es de pura raza como sus hermanos. No lo queremos." Y, antes de darse cuenta, Dolores tenía entre sus brazos a un pequeño ovillo de lana con unos ojos enormes que pedían cariño a gritos. Era una hembra, tenía quince días y decidió llamarla Skaly.

Estuvo dándole el biberón cada tres horas durante casi dos meses. Por la noche dormían juntas, y Dolores ponía el despertador cada poco para atenderla. Pronto se hicieron inseparables. Iban juntas a todas partes y muchos le preguntaban cómo se podía querer tanto a un animal. "Es un ser vivo y merece mucho más respeto que algunos humanos"- decía ella. Cuatro años más tarde, Skaly se había convertido en un ser dulce, encantador.

Fue por aquel entonces cuando una vecina preguntó a Loli si quería tener otra perrita. Y se la enseñó, sabiendo que si la veía no podría darle un no como respuesta. Era una pitbull preciosa de dos meses. Y su nombre sería Reina.

Creció sana, fuerte y con buen carácter, a pesar de que mucha gente aseguraba que se volvería loca, que mataría a la pequeña. Dolores nunca creyó que algo así fuese a suceder. Sin embargo, con el tiempo, Reina se volvió nerviosa y agresiva con los demás. En casa era una delicia, y quería a su familia más que a nada en el mundo, pero era un peligro para el resto de humanos y animales. Mordió a varias personas, que denunciaron a Loli, aunque todo acabo lo mejor posible dadas las circunstancias. Por eso decidió sacarla a pasear a las dos de la madrugada, o por la mañana a las cinco. La vigilaba más y estaba muy pendiente de ella. Un día Dolores tuvo que salir más horas de la cuenta. Y decidió separar a las dos perritas, pues Reina marcaba muchas veces a Skaly y la mordía, aunque sin intención de matarla. Estuvo toda la mañana pensando en ellas, y decidió volver a casa a mediodía para ver cómo estaban y juntarlas de nuevo para que no se echaran de menos la una a la otra. Al regresar por la noche notó algo extraño. La casa tenía jardín y terraza y ellas ya la olían desde la calle de abajo y solían salir a saludarla. Pero aquel día no. Las llamó, no respondieron. Aligeró el paso, nerviosa, y abrió la puerta. En ese momento creyó morir. El suelo estaba lleno de manchas rojas de sangre. Y supo lo que había pasado.

Las rodillas se le aflojaron; sin apenas fuerzas logró recoger a la pequeña. Era demasiado tarde, estaba muerta. Y Reina miraba a Dolores asustada, temblorosa, como horrorizada por algo que había hecho sin en realidad quererlo. En ese momento Dolores la odió. Aunque ese sentimiento tan sólo duró unos instantes, unos segundos, pues enseguida comprendió que había sido su instinto, que el animal, en realidad, no tenía culpa. Destrozada, llamó a su hija, que inmediatamente acudió a su lado. Entre las dos llevaron a Reina y a Skaly al veterinario. No hizo falta explicar lo que había sucedido. Loli iba con su perrita en brazos, envuelta en su manta preferida. No podía dejar de llorar. Su hija llevaba a la Pitbull con su correa. Les dijeron que la mayoría de los perros de esta raza se vuelven agresivos, y no hay más remedio que sacrificarlos. Para ellas fue duro oír algo así, pero la evidencia no podía negarse. Y, así, tuvieron que tomar la decisión más difícil de su vida.

Fue Dolores quien tuvo que ponerle la inyección, porque Reina estaba pegada a ella como una lapa y el veterinario no podía acercarse. Su hija, estudiante de veterinaria, le ayudó a encontrar la vena. Fue tan sólo un instante, que les pareció una eternidad. No quisieron dejarlas allí. Ni Dolores ni su hija iban a permitir que hiciesen experimentos con ellas. Están enterradas en su masía, juntas, liadas cada una en su manta favorita. Loli les habla casi cada día. No le tiene ningún rencor a la Pitbull, y la echa tanto de menos como a su pequeña. Tanto que estuvo ingresada en un hospital, porque no podía superar este mal trago, ni dejar de sentirse culpable.

Un día, se encontró a una amiga suya quien, al enterarse de lo sucedido, la invitó a su casa. Su perra había parido once preciosos cachorros. Ni a su marido ni a su hija les hizo demasiada gracia verla llegar a casa con un nuevo animalito en brazos, pero sabían que necesitaba algo más que los médicos para curarse. Hoy, su nueva amiga tiene ya ocho meses. No es de raza; no le importa en absoluto. Es la medicina más efectiva que le han dado. Su hija quiso que su nombre estuviera compuesto por el de Reina y Skaly, y se llama Reiska. Dolores sabe que debe cuidarla y quererla, aunque no olvida. No puede evitar que las lágrimas rueden, traviesas, por sus mejillas mientras escribe su historia para hacérnosla llegar. Necesita buscar una explicación para poder entender lo que pasó. Esa explicación existe.

Las distintas razas de perros las creó el hombre, no forman parte de la naturaleza. En el caso del Pitbull, sus características genéticas fueron especialmente seleccionadas para que fuera muy agresivo. El resultado es un animal con una mandíbula potentísima y una fuerza inmensa que apenas puede controlarse, en ocasiones ni aunque el ambiente promueva la buena convivencia aunque existan casos contrarios que no dejan de ser una excepción. Es una víctima de los deseos del hombre de manipular su entorno, de provocar luchas y de hacer daño. Loli se siente culpable pero es, en realidad, otra de esas víctimas. Y sólo comprendiéndolo conseguirá, de nuevo, encontrar la paz.

 

Ong ADDA  Junio 2003


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