¡Él nunca lo hubiera hecho!

ADDAREVISTA 4

Bajaba a coger el tren al apeadero de Vallvidrera en Barcelona. Era uno de aquellos días tan fríos de diciembre. Estaba helada.

Me acercaba ya a la estación cuando, de golpe, oí un grito. Presintiendo lo que había ocurrido, corrí hacia la carretera. En la cuneta, tendido, había un perro. Agonizaba. Evidentemente estaba herido de muerte. A su lado, otro perro lo observaba y un hombre lo acariciaba impotente. Observé que el animal llevaba collar y se lo comenté a aquel hombre: me dijo que el perro era suyo. Se dirigía hacia el tren con su mujer y su hija; y el perro los siguió. Al llegar a la carretera — alegre como iba— no vio que un coche se abalanzaba contra él. Claro, el coche ni paró; el conductor debió pensar: «sólo se trataba de un animal». El perro nos miraba con desesperación. Lloraba muy silenciosamente. Echaba sangre por la boca. Su cuerpo, congelándose, se estaba quedando rígido.

Mientras decidíamos que podíamos hacer, una mujer, con una niña en brazos, apareció por la puerta de la estación. Con cara de impaciencia increpó al hombre que, por su culpa, la niña iba a llegar tarde al colegio. ¡Yo no podía dar crédito a lo que estaba oyendo! El infeliz del marido decidió que era mejor dejar al perro, en vez de indisponerse con su esposa: «aunque me sabe mal..., el pobre».

El perro, al ver que se alejaban y lo abandonaban a su «suerte», intentó levantarse y con grandes esfuerzos se fue acercando a la estación. Gemía —sentía que cada uno de sus gemidos me traspasaba el pecho—. Horrorizada ante una escena tan brutal, chillé: «¡Señora, no puede dejar así a su perro, no es justo!». Tanto su respuesta, como su mirada, me helaron la sangre: «Hay tantas cosas injustas en la vida... Ya nos hemos entretenido bastante y no quiero que mi hija llegue tarde a la escuela».

Me miraba como si no entendiese la razón de tanto alboroto. ¡Qué pobreza de espíritu! ¡Qué demostración de «amor maternal»! Y su hijita nos miraba a todos con cara de desolación. ¿Puede crecer una niña, con tales referencias, sana de sentimientos? ¿Por qué tener un perro, si no somos capaces de apreciarlo? En nuestra hipocresía les ofrecemos nuestra compañía y luego, los sacamos de nuestra vida sin contemplaciones. En el trato con los animales queda patente que el hombre es el más cruel. A veces, comparando con el reino animal, una desearía pertenecer a él. Las diferencias entre los animales y las personas no están tan claras como pretendemos.

 

Ong ADDA -Octubre-Diciembre 1990


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